El cuadro que decora la portada de El cazador de tormentas es Caravan in una tempesta di sabbia —«Caravana en una tormenta de arena»—, obra del pintor orientalista Hermann David Salomon Corrodi, más conocido como Hemann Corrodi.

El orientalismo fue un movimiento artístico presente en la literatura, arquitectura, decoración y pintura fundamentalmente a partir del siglo XIX. Se caracteriza por las localizaciones y ambientes exóticos, que sorprenden al espectador o lector occidental. Escenas del desierto, palacios árabes, mercados al aire libre, baños turcos, pirámides o harenes son lugares frecuentes para estos artistas, muchos de ellos de origen europeo y enamorados de los parajes que habían conocido en Oriente Próximo o el norte de África. Nómadas tuaregs, esclavistas árabes o guardias eunucos constituían algunos de los personajes más habituales.

Pero, sin duda, la gran protagonista de este movimiento es la mujer. Una de las sorpresas que se llevaron los artistas al viajar a aquellos rincones fue la manera en que esos pueblos entendían el erotismo. La desnudez femenina no estaba vetada en absoluto y no constituía un pecado, como por entonces seguía defendiendo la Iglesia católica. Las odaliscas recluidas en el harén y las princesas ocultas tras las celosías aparecían ante los ojos de los artistas como seres casi divinos. El misterio, la seducción y el encanto los embrujaron, y pronto los cuadros y los libros de media Europa se llenaron de figuras femeninas, como las esclavas vendidas en la plaza de un mercado o la favorita de un sultán que toma un baño refrescante. De esta forma, procuraban salvar la censura presente en la mayoría de países y también, por otra parte, escandalizar al gran público. Los desnudos se convirtieron en habituales y las obras más atrevidas terminaban circulando en secreto, pasando de mano en mano con enorme éxito.

Esas imágenes, por supuesto, estaban idealizadas. No había tifus ni cólera en esos dibujos, como sí habían descubierto ya los primeros viajeros por Oriente, sino príncipes altivos y hermosas damas, lujosos tapices, alfombras bordadas y majestuosos palacios de leyenda. Los tranquilos ciudadanos de la vieja Europa, con su vida gris y su existencia plácida, se quedaban embobados contemplando esas maravillas y soñaban con poder conocerlas algún día de primera mano. Y de paso, se reforzaba así la imagen inferior del árabe y la superioridad del europeo, como una forma de enseñanza encubierta.

El orientalismo resultó una consecuencia directa del colonialismo europeo del siglo XIX. Aunque se pueden detectar elementos parecidos en obras artísticas desde la Edad Media en adelante —las Cruzadas constituyeron un enorme punto de encuentro entre Oriente y Occidente, no solo entre los soldados de un mundo y de otro, sino también entre los intelectuales—, la verdadera explosión de este movimiento ocurrió hace unos 200 años. Uno de los puntos clave fue la expedición de Napoleón a Egipto, que tuvo lugar entre 1798 y 1801, y que supuso el desarrollo de la egiptología y, en concreto, el descubrimiento de la piedra de Rosetta, que permitió descifrar los jeroglíficos egipcios.

Pero también fue la era de los grandes descubrimientos. En 1858, John H. Speke se convirtió en el primer europeo en visitar las fuentes del Nilo. Entre 1851 y 1853, sir Richard Francis Burton se disfrazó como un peregrino musulmán para adentrarse en los rincones prohibidos de La Meca, y al año siguiente comenzó sus exploraciones en Somalia y el mar Rojo, para después unirse a Speke en sus viajes al lago Victoria y el lago Tanganica. Entre 1874 y 1877, Henry Morton Stanley inició su periplo desde la isla de Zanzíbar y a través del río Congo.

Todas esas noticias llegaban rápidamente a Europa e inflamaban la imaginación de los lectores. Los periódicos encumbraban a aquellos aventureros y volvían célebres sus nombres —y de paso ocultaban los horrores que se estaban cometiendo, como pasó con el rey Leopoldo II de Bélgica en el Congo, para lo cual Stanley contribuyó de forma explícita, como está sobradamente acreditado—.

La literatura no tardó en reflejar esta adoración por lo exótico. En 1882, Henry Rider Haggard escribió Las minas del rey Salomón, primer volumen de las aventuras del explorador Allan Quatermain. Veinte años antes había aparecido Salambó, de Gustave Flaubert, sobre la decadencia de Cartago. Y diez años antes de eso, Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, que mostró al mundo las maravillas del embrujo árabe. A ellos se unieron Kim y El libro de la selva, de Rudyard Kipling, y el propio sir Richard Francis Burton tradujo al inglés el Kama Sutra y Las mil y una noches —con el consabido escándalo en la tradicional sociedad victoriana, algo con lo que Burton disfrutaba sobremanera—.

La pintura fue una de las artes en las que más despuntó el orientalismo. Delacroix, Ingres, Gérôme o, en España, Mariano Fortuny y Antonio Fabrés. La luz sobre las dunas del Sahara, los arabescos en las paredes del palacio o las túnicas de colores vistosos. Luz y color en todas las obras, para derrotar al gris y al negro de Europa.

Algo así le ocurrió a Hermann Corrodi, el autor de mi portada, que ya había conocido toda Europa cuando recibió el encargo de la familia real británica de visitar Oriente y reflejarlo en sus pinturas. Había nacido en 1844 en Frascati, Roma —otros afirman que en Zurich—, hijo del pintor suizo Solomon Corrodi. Estudió arte en Ginebra, en la Accademia di San Luca de Roma, y después en París. Adquirió fama como pintor de paisajes, por influencia de su padre, y esto le permitió entablar relación con la mayoría de familias reales europeas de su tiempo. Después de eso, se dedicó a viajar por Oriente y su estilo cambió por completo. Sus cuadros se llenaron de tormentas de arena, caravanas de dromedarios, mezquitas y pirámides. Revolucionó el mercado europeo con el exotismo de sus propuestas y obtuvo numerosos premios. Dio clase en la Accademia di San Luca y esa institución lo nombró académico emérito. Murió en Roma en 1905, dejando atrás una obra amplia, rompedora y muy valorada por los coleccionistas de arte.

El orientalismo fue el producto de una sociedad occidental que se maravillaba con las historias exóticas y brillantes que traían consigo los viajeros, una forma de romper la monotonía de la vida diaria y compartir el sentido de lo fantástico.
Por tanto, ¿qué mejor elección para la portada de una novela de aventuras como El cazador de tormentas que un cuadro orientalista?
