Un relato extra para leer después de «El cazador de tormentas»: «Zuaregi»

Atención: Este relato se sitúa inmediatamente después de la novela El cazador de tormentas. En él participan personajes de la historia principal y ocurren cosas que derivan de aquella. Por tanto, solo después de haber leído la novela, Zuaregi cobrará sentido para ti y disfrutarás plenamente de esta obra.

La abuela Bordón nunca dudó de que regresaría. Aunque ella no podía verlo, pues había entregado sus ojos a cambio de la vida de su amado, el viejo Zahareño. Por eso él se había convertido en sus ojos a lo largo de los años, y nunca se separaban demasiado. Siempre mantenían sus pieles unidas. Decían que eso les daba suerte. Se agarraban de una mano al caminar, o se abrazaban junto a la hoguera para darse calor, o entrelazaban los pies sobre la estera en la que dormían. Ella decía que a veces también compartían el aire y uno de ellos respiraba por los dos. A nadie le hubiera extrañado.

Lo que sí cumplían con seguridad era el hecho de repartirse los cinco sentidos. Si él era el único que conservaba la visión, ella había desarrollado los otros sentidos hasta unos límites fuera de lo corriente. Podía escuchar la voz del viento cuando susurraba por encima de las dunas de arena. Podía oler el miedo, la rabia o la pasión en el sudor de los hombres. Podía identificar los condimentos que hubiera en cualquier plato, incluso los más extraños. Pero su principal forma de comunicación era el tacto. La abuela Bordón siempre tocaba los rostros y las manos de los que hablaban con ella, y a través de esas vías podía llegar hasta su alma. Decía que la mentira solo existía en las bocas, pero no en los corazones. Que las personas intentan mentir porque confían en su voz, cuando en el interior la verdad aflora sin remedio. Por eso siempre supo que el niño regresaría, mucho antes de que nadie advirtiese que se acercaba una figura.

Pero no llegaba desde el norte, que era lo que esperaban todos —al fin y al cabo, se había marchado hacia allí—; sino por el este, por el camino que llevaba a las Montañas del Alba. Eso hizo que los vigías no lo distinguieran hasta que se encontró prácticamente en el poblado.

De modo que el viejo Zahareño y la abuela Bordón lo descubrieron casi al mismo tiempo. El primero lo vio con los ojos y se dio cuenta enseguida de que el niño había cambiado. Estaba desnudo, sucio y herido, cubierto de mugre y sangre propia y ajena. Su pelo era una maraña de barro y caos. Su piel estaba negra, verdosa y marrón. Pero caminaba con la decisión de un hombre adulto que sabe lo que hace y en su mano sostenía un fardo hecho con ropas viejas. Su paso era firme, extrañamente seguro. Sus pies descalzos se movían por el suelo pedregoso en dirección al mercado de los zerzura, donde la noticia corrió como la llama en la pólvora.

Pero, incluso antes que Zahareño, la abuela supo que el niño estaba llegando. Nadie se explicó nunca cómo lo había adivinado, pero de repente apretó el brazo de su hombre, se le escapó un suspiro y murmuró:

—Ya está aquí.

Zahareño miró en todas direcciones, limitando su conocimiento a lo que podían discernir sus ojos, cuando la abuela ya había percibido muchas cosas más. El viento le había traído un susurro de pasos convencidos y el roce extraño de una tela basta contra la piel desnuda. Tela desconocida, no de túnica ni de velo. Piel de un zerzura, castigada por la vida en el desierto. Sudor de ansiedad, de miedo vencido, de entrega y de superación. Un aliento seguro, incapaz de rendirse.

—Lo ha conseguido —susurró en la oreja de su amado—. Vuelve como un guerrero. Como un halcón.

El niño anduvo sin prisa hacia el mercado de los zerzura. Venía del camino del este, que acababa en el territorio prohibido. Eso hizo que muchos susurraran y lo observaran con ojos desorbitados. Nadie podía adentrarse en las montañas, era un lugar maldito en el que todos los viajeros desaparecían, incluso los más experimentados. Sin embargo, él venía de aquel lugar, no cabía la menor duda.

—El raama.

—El raama.

Algunos se atrevían a alzar la voz, pero nadie llegaba a dirigirse a él. Avanzaba a través de las tiendas como una figura espectral, llevando consigo el silencio. Las pieles de dromedario se apartaban para que decenas de nómadas se pusieran en pie y contemplaran aquella extraña aparición. Todos lo miraban sin decir palabra.

Tal vez estaba muerto y lo que se mostraba ante sus ojos era un fantasma. Podía ser. Los zerzura solían convivir con fantasmas, hablar con ellos, rezar para pedir su protección o encargarles pócimas de amor. No sería extraño, por tanto, que el niño hubiera muerto en algún lugar de las montañas —sin que nadie pudiera entender el motivo por el que había cambiado su ruta de esa manera— y su fantasma hubiera pedido a los dioses la gracia de descansar entre sus compatriotas. Y era bien sabido en la tribu que los dioses solían conceder esa clase de favores cuando el ruego procedía de almas verdaderamente nobles.

Pero la abuela Bordón conocía la verdad. Ella sabía que los muertos no tenían respiración, ni se oían sus pasos sobre la arena. Los muertos avanzaban por las noches, secuestraban bebés recién nacidos, se alimentaban de la carne de los guerreros y se los llevaban lejos de la tierra de sus antepasados. Nada de lo que estaba haciendo el niño. Por eso ella entendió el mensaje antes que los demás. Los zerzura, en cambio, tardaron en darse cuenta. Se arremolinaron en torno al recién llegado, todos querían verlo de cerca, comprobar por sí mismos lo que había ocurrido. El dios Sol ya había cumplido la mitad de su viaje por el cielo y empezaba a decaer. La tribu despertaba del obligado letargo que producía el calor y se ponía en marcha justo en el momento en que llegaba el niño.

—Es Hijo de… —comenzó la bruja Alcándara, pero la detuvo la mano cauta de la abuela Bordón, que ya había comprendido lo que se le escapaba incluso a la hechicera.

El niño soltó el fardo que llevaba en la mano. Las ropas cayeron al suelo y el nudo se deshizo de forma espontánea, mostrando su contenido: una piel blanca, arrancada de un cuerpo ensangrentado. Un trofeo. Un símbolo.

—Ese ya no es su nombre —dijo la abuela—. Ahora es Viento, cazador de tormentas del Pueblo Halcón.

A una orden del viejo Zahareño, los esclavos negros se llevaron al niño. Él los observó con ojos extrañados, como si no los hubiera visto nunca. Eso le pareció curioso al anciano, pero más curioso todavía le resultó el color de la piel que había en el fardo. No pertenecía al esclavo que había liberado el patriarca, eso sin duda. Tampoco era un zerzura, ni un deleh o un ruumi. La piel tenía un color pálido, casi azulado. Y además pertenecía a una mujer.

Zahareño le explicó estas cosas al oído a la abuela Bordón, cuyo rostro se volvió de piedra. No transmitía una sola emoción, pero por dentro sentía que algo grave se cernía sobre todo el poblado, algo maligno y primitivo, de lo que el desierto hacía mucho que no oía hablar. No podía pronunciarlo en alto, pues los nombres albergan magia que se desata al convocarla, incluso sin querer. De modo que tenía que ser cuidadosa, pero al mismo tiempo luchar por lo suyo y demostrar que los zerzura no se rendían jamás.

Ella conocía las viejas leyendas y había oído hablar de una reina blanca que habitaba en las Montañas del Alba custodiada por un ejército de monstruos. También sabía que muchas expediciones de guerreros se habían perdido en aquel lugar. En ocasiones, los monstruos bajaban al valle y se llevaban consigo algunas cabezas de ganado, incluso a veces se habían producido batallas por territorios concretos, hasta que ambos pueblos alcanzaron un acuerdo no escrito: el valle pertenecía a los zerzura y las montañas a los monstruos y, en la medida en que ambos respetaran eso, nadie moriría.

La abuela Bordón conocía el origen de aquellos monstruos, a los que todos temían en secreto, aunque no lo admitieran. Eran los raama, los desheredados, los hijos deformes del sultanato de Deleh, que se habían hecho fuertes en su salvajismo. Eso provocaba un dolor intenso en el corazón de la anciana. Cuando los zerzura tomaban a esos niños a su cargo y los cuidaban con mimo y cariño, lograban hacer de ellos hombres de provecho y convertirlos en grandes guerreros. En cambio, los raama significaban un fracaso de la humanidad, de la capacidad de los pueblos de Zerzura para cuidar de los suyos. Y eso, como era lógico, se acababa volviendo contra ellos. Por eso los monstruos bajaban al valle y atacaban a los hombres rojos: no solo para hacerse con sus rebaños, sino también para vengarse del trato que habían recibido en la vida.

La abuela Bordón bajó la cabeza. Había cosas en el mundo que nadie podía cambiar y, aunque fuera así, a ella tampoco le quedaban más ojos para sacrificar en esa tarea. Tendrían que ser otros los que lo hicieran. Quizá el niño lo había conseguido, de algún modo, y por eso acarreaba la piel de su reina. Tenía que saberlo.

—¡Rápido! —ordenó a los esclavos—. Llevadle tablillas, debe contarnos lo que ha sucedido.

—Pero… mi señora —contestó una joven que acudía con un caldero de agua y vendas de tela—. Está muy débil, apenas se sostiene en pie.

El rostro de la anciana se volvió sombrío. Sujetó a la muchacha por un brazo y le clavó las uñas.

—No tienes idea de lo que se avecina. Ve allí y cumple lo que te he dicho, antes de que sea tarde.

La esclava asintió, bajó la mirada y corrió a donde se encontraba el niño. La abuela Bordón siguió inmóvil, sentada en la arena de Zerzura, sin decir una sola palabra más. Aún no había llegado el momento de que interviniera. Cada acto precisaba un ritual y era el ritual el que alimentaba la magia. Ella no sabía tanto de esas cuestiones como la bruja Alcándara, pero reconocía que cada mortal podía llevar a cabo sus propios encantamientos si entendía la manera.

El niño exudaba poder, magia, secretos y tratos con los dioses. Ella podía sentirlo. Debía de haber estado en contacto con criaturas superiores y algo de eso se le había quedado pegado a la piel, como un halo de misterio. O como un sueño que amenazaba con perderse al despertar, por eso ella debía actuar con cautela, para que la magia no se esfumara.

El viejo Zahareño se dio cuenta de que su mujer estaba sumida en meditaciones profundas y entendió que deseaba estar sola, por lo que entró en la tienda que compartían y se echó a dormitar.

Entonces la anciana se puso a rezar en silencio, repitiendo en su cabeza las plegarias a la diosa Isis, la madre del dios halcón.

—«El mundo es un lugar lleno de alegría y pasión. Incontables seres plenos de amor y de esperanza me rodean por todas partes. La madre Isis da a mi vida dulzura y dicha. Con ella de mi parte, doy miedo a los demonios y a todas las deidades, porque yo soy grande. Mi autoridad es enorme. ¡Ay de los que se subleven contra mí!».

Bajaba la tarde cuando la abuela Bordón se puso en pie. A su alrededor, las mujeres preparaban sus tinturas y cocían tortas de pan sobre la arena calentada por el sol, para que su familia las disfrutara en la cena. El poblado entero se había revolucionado por la llegada del niño, pero ellas seguían fieles a su cometido, más allá de los tiempos, las épocas, los sultanes y los cataclismos que amenazaran el mundo. Las mujeres zerzura eran como el desierto: infinitas y eternas. Aunque los dioses pretendieran arrasar la Creación, ellas permanecerían inmunes, fija su atención en la tarea que se habían impuesto. O que les había impuesto el destino, que en el fondo era igual.

Así, por ejemplo, ellas no podían cuidar de los halcones que daban nombre a la tribu. Esos hermosos animales, fuente de orgullo y riqueza para el poblado, solo estaban en manos de los ilelán, los hombres de origen noble de entre los zerzura. Nadie más que ellos podía entrenarlos, darles de comer y salir a cazar. Y en concreto, entre todos los ilelán, quien más convivía con los halcones era Ala Roja, el patriarca, de quien se decía que ponía un fragmento de su alma en cada uno y por eso lo amaban como si él también fuera un halcón.

Las mujeres, en cambio, se ocupaban de otras cuestiones, igual que los vasallos se ocupaban de las suyas y los esclavos, de las que no quería nadie.

El niño había sido alojado en la tienda de las mujeres por última vez. Pronto el Consejo de Ancianas le otorgaría de manera oficial su nombre adulto y no podría volver allí. Una parte de su vida se habría terminado.

Hasta alcanzar la madurez, todos los niños y niñas crecían mezclados bajo la tutela del Consejo de Ancianas. Ningún adulto podía penetrar en ese espacio mágico, salvo las viudas, las mujeres repudiadas por su marido y las que se encontraban en los días de la sangre. El resto debía estar en su lugar, cada cual en la tienda familiar que le pertenecía, y no se encontraban más que para las tareas comunes o para la fiesta de las hogueras.

Por lo demás, cada niño que se convertía en un hombre escogía a la niña convertida en mujer que habría de ser su esposa —o más bien las familias de ambos lo acordaban en un acto público, con intercambio de promesas y cabezas de ganado—. A partir de entonces, esa pareja recién formada ocupaba su propia tienda, que estaba vedada para el resto de la tribu. Tenían su nombre de adultos y habían probado su valía ante el Consejo. No quedaba nada más, salvo el hecho de que algún día aportaran una nueva generación al poblado, unos nuevos brazos fuertes para cazar y manos ágiles para preparar tinturas y cocer tortas de pan sobre la arena.

Sin embargo, pensaba la abuela Bordón mientras se acercaba a la tienda de las mujeres, ¿qué niña querría que este niño en concreto la escogiera para formar una familia? Él era un raama, a pesar de todo. No tenía linaje, ni una dote que ofrecer, ni nadie que estuviera dispuesto a formalizar un pacto de matrimonio en su nombre. Incluso mostraba una terrible deformidad en la mejilla, que algunos todavía consideraban una marca provocada por demonios.

La anciana sujetaba las tablillas enceradas donde el niño había escrito su historia del viaje. A su espalda, el mercado de los zerzura bullía de expectación después de que todos las hubiesen leído. Incluido el viejo Zahareño, que se las leyó en alto a la abuela Bordón. Ella sonrió por un instante y entró en la tienda. Estaba orgullosa de su nieto. Puede que no tuviera una dote que ofrecer, pero ahora, después de aquel día, tendría de su parte una gesta heroica, una leyenda de valor y entrega en la situación más difícil imaginable. Y eso sí que le abriría puertas, porque nada se valoraba más entre el Pueblo Halcón que ser valiente.

La tienda de las mujeres era la más amplia de todo el poblado. Sostenida por un gran palo central de madera de tamarindo, su cubierta de piel de dromedario se extendía en todas direcciones. El suelo estaba tapizado de alfombras de colores brillantes, que mostraban grabados hechos con hilo de oro. En ellos se representaban escenas clásicas de la tradición de los zerzura, como la historia del árbol Kabún o la batalla contra los demonios del lago Kinae. Sobre esas alfombras, las ancianas contaban a los niños de dónde procedía la tribu, con la conciencia clara de que algún día ellos transmitirían esos cuentos a sus propios hijos y nietos, perpetuando el legado de los hombres rojos del desierto.

La abuela Bordón solía pasear sus dedos por las alfombras, recorriendo muy despacio los grabados, percibiendo los dibujos solo con el tacto. Del mismo modo que no podía verlos y debía fiarse de su intuición, ahora ya tampoco sabía si habría legado, después de lo que le había contado Zahareño. Nada era seguro, el suelo fallaba bajo sus pies. La pretendida seguridad de la tribu se venía abajo.

Encontró al niño tumbado sobre unos cojines. Desde lejos, olió su piel limpia de sangre y las vendas que cubrían sus heridas. No necesitaba más para saber que estaba mejorando. El aire mismo transmitía el alivio de una recuperación rápida. Pronto estaría luchando como uno más, aunque ya nada volvería a ser igual que antes.

Se acercó y rozó su cuerpo con los dedos. Tocó la deformidad en su mejilla, que tanto horror le había traído a su vida; luego se topó con un corte nuevo junto a la ceja izquierda, que ya había curado; también una larga herida recta en la frente, contusiones, rozaduras y, sobre todo, un aluvión de cicatrices causadas por garras, dientes y el borde afilado de unas hachas de piedra, que se le debían de haber clavado por todo el cuerpo.

Poco a poco, la escena se fue creando en su conciencia como un tapiz que tejieran sus dedos a base de ideas. Las cicatrices se convirtieron en hilos que se entrelazaban para conformar imágenes, momentos, luchas. Bestias de la montaña clavaban sus dientes, la arena desgarraba la carne y astillas de madera se hundían hasta el hueso. Los dedos de la anciana hablaban una lengua propia, mitad intuitiva y mitad mágica, por la que sus ojos volvían a ver. No habría hecho falta que nadie le contara nada: ya sabía exactamente todo lo que le había ocurrido a su nieto.

Y entonces un escalofrío recorrió su espalda, porque supo con absoluta certeza que se avecinaba el horror y que nadie podría hacer nada para detenerlo. Lo había oído de labios de su hombre, que lo leía directamente de las tablillas, pero otra cosa muy distinta era leerlo por sí misma en el libro de la piel. Había sospechado, había temido, pero ahora ya no le quedaba ninguna duda y por ello la sangre se le heló en las venas, como si ella misma hubiera sido la que se enfrentó al hechicero.

Se echó hacia atrás, espantada, justo a la vez que un cambio en la respiración del niño le hizo comprender que estaba despierto.

—Me alegro mucho de tu victoria —empezó, tratando de recuperar el aplomo—. Sabía que lo conseguirías. Solo era cuestión de tiempo que tu brazo se volviera tan fuerte como tu voluntad. Ahora toda la tribu sabe lo que has hecho. Incluso los cazadores te han puesto un nombre por sí mismos. ¿Sabes cómo te llaman? Zuaregi. Es todo un honor. Pocos guerreros tienen un nombre ganado por conquista.

El niño se removió sobre los cojines, que rozaron su piel castigada y le hicieron soltar un gruñido.

—Oh, no, no, no te exaltes. Es hora de descansar. Tu contribución a esta historia ha concluido y ahora debes aceptar que sean otros los que se ocupen del hechicero.

Al niño se le escapó un suspiro, como si el aire brotara de su interior sin controlarlo. La abuela Bordón se reclinó hacia atrás y se sentó sobre sus talones.

—Sí, ya sé que la historia es terrible. Nadie se ha atrevido a nombrarlo después de que tú escribieras su nombre en la tablilla, pues no conviene mencionar en alto el nombre de un demonio. Eso lo hace grande, lo vuelve poderoso.

»Hacía mucho tiempo que no sabíamos nada de él. Tú ni siquiera llegaste a conocerlo pero, hace unas quince estaciones de las lluvias, había un hechicero en la ciudad de Deleh. Llegó con los turcos y ya no se marchó jamás. Tenía dominados a los mercaderes, los soldados e incluso al mismísimo sultán Gamal de Deleh. Ninguna voz era más poderosa en la ciudad que la suya, ninguna figura lo superaba. Y entonces se volvió aún más ambicioso. Empezó a cultivar la magia negra, a realizar viajes astrales a rincones prohibidos y a conjurar a los demonios más terribles que existen. Ninguna barrera era infranqueable para él. Como es lógico, los grandes encantamientos exigen precios muy altos, en este caso la sangre y los huesos de los zerzura, que utilizaba como alimento para su magia. El Pueblo de la Cascada desapareció por completo en sus mazmorras, sin que nadie llegara nunca a saber lo que hacía con ellos.

El niño se estremeció, pero eso no provocó ningún movimiento en la anciana. Seguía inmóvil junto a él, observándolo con sus ojos vacíos.

—En ese tiempo hubo una revuelta. Los zerzura nos levantamos en armas contra el sultán de Deleh y la sangre corrió por las calles de la ciudad. El sultán y su ejército se atrincheraron en el Palacio del Alba, pero al hechicero conseguimos atraparlo. Nuestro patriarca formaba parte de ese destacamento de hombres valientes y dispuestos a todo por vengar las afrentas cometidas sobre su pueblo. Nunca habla de ello, pues la lucha fue terrible y lo sometió a pruebas muy duras. Él y todos los demás caudillos invadieron las calles de Deleh, tomaron la fortaleza en la que se escondía el hechicero y se lo dieron de comer a los perros del sultán. Los mismos que tantas veces se habían alimentado con los restos de los zerzura.

»¿Comprendes ahora que la tribu se haya revolucionado de tal manera al saber tu historia? Ellos lo odiaban y lo vieron morir ante sus ojos. Y por si eso no hubiera sido suficiente, llevaron sus huesos al molino y los prensaron. No quedó absolutamente nada que enterrar. Sus seguidores comprendieron de lo que somos capaces los nómadas y desde entonces estuvieron callados. No hubo más brujería en Deleh, ni tuvimos que despedirnos de más de los nuestros.

»¿Y ahora nos dices que ha regresado? ¿Es que ni siquiera el infierno puede retener a ese monstruo sin alma?

La abuela Bordón guardó silencio, intentando que los sentimientos no la dominasen. Apretaba la boca con entereza, ahogando los recuerdos, que a su vez pugnaban por ahogarla a ella. En esa lucha llevaba demasiados años.

—Por suerte, esta historia se va a terminar. Ha habido un concilio en base a tu testimonio. Las tribus han hablado. Los patriarcas marchan a la batalla una vez más, con sus espadas takouba en la mano y sus rifles envainados en la silla de montar. Adornos de metal y capas al viento, los zerzura cabalgan hacia el norte para saldar las cuentas pendientes con el hechicero. Ya no tienes que preocuparte más, mi pequeño jinete: has sido muy valiente y las próximas generaciones cantarán tu hazaña. Pero ahora deben ser los hombres quienes pongan fin a esta guerra.

El niño se levantó del suelo, pero no pudo llegar a mostrar ningún sentimiento.

De pronto, fuera de la tienda, los halcones se removieron en sus jaulas, dominados por una gran ansiedad. Chillaban, aleteaban y, por primera vez en la historia de la tribu, intentaban escaparse. La anciana se estremeció. El ruido de alas se volvió atronador, acompañado de graznidos salvajes. Parecían capaces de cualquier cosa. Su fuerza se había multiplicado y temió que llegaran a romper las jaulas.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué podían haber sentido para ponerse así?

Entonces lo comprendió.

—No… Ala Roja…

CONTINUARÁ