
Erigida en la época del emperador Augusto por el magistrado Paulo Fabio Máximo, Lugo siempre resultó un enclave fundamental para el control del noroeste de Hispania. Creció sobre un primer asentamiento militar y llegó a ofrecer todo el esplendor del Imperio, por lo que fue atrayendo a la población de los diversos castros circundantes. Al tiempo que se extendía la llamada Pax romana o Pax Augusta, los caminos se volvían tranquilos y seguros, las grandes vías de comercio se generalizaban y los habitantes del Imperio compartían lengua, costumbre y moneda, finalmente la misión defensiva de los castros se fue perdiendo y sus antiguos pobladores convinieron en que les gustaba mucho más el confort que les ofrecían las nuevas villae. Estos núcleos de población se expandieron y ganaron en poder militar, comercial y estratégico, sobre todo gracias a las riquísimas minas de oro de Gallaecia, que apuntalaron el Imperio.
Hoy en día, Lugo es una gran urbe de unos cien mil habitantes, orgullosa de su historia romana y, como entonces, basada en la convivencia entre gente distinta que busca un futuro común. En el año 2000, su muralla fue declarada Patrimonio de la Humanidad y, dos años después, arrancaba el Arde Lucus, la gran fiesta histórica de la ciudad, que pretende homenajear el encuentro entre galaicos y romanos a lo largo de los siglos. Por medio de un completo programa de actividades de recreación histórica, la organización ha buscado desde siempre concienciar sobre la enorme riqueza que tiene el pasado de Lugo, enseñar el modo de vida de aquellos tiempos e incluso jugar con ello. La diversión, el ocio y la rigurosidad histórica en un solo evento popular.

En 2011, fue declarada Festa de Interese Turístico Galego; en 2017, Fiesta de Interés Turístico Nacional; y este mismo año, de Interés Turístico Internacional, lo que demuestra la pasión que levanta, la entusiasta participación de habitantes y asociaciones y el valor cultural que tiene.
Este verano, con motivo de la internacionalización del Arde Lucus, L y yo decidimos visitarlo por primera vez. Íbamos preparados para disfrutarlo plenamente: con hotel junto a la muralla, vestimenta de época y nada que hacer durante cuatro días. Un verdadero lujo para convertirnos en romanos de pleno derecho, en mi caso con túnica y sestercios.

El espectáculo mereció la pena: ceremonias del fuego sagrado, campamentos romano y galaico con explicaciones sobre la forma de vida en cada uno, bautizos y bodas, ofrendas a dioses antiguos, teatro clásico o luchas de gladiadores. Las distintas asociaciones de recreación histórica se dedicaron a explicar cómo se tejía la ropa en aquel tiempo, cómo se trenzaban las flores, se cocinaban los alimentos o se cuidaba a los heridos. Hubo una representación del circo, un exorcismo de espíritus malvados y unos impresionantes desfiles de legiones romanas y tribus castreñas que acudían al combate. La hostelería dio lo mejor de sí para atender a los numerosísimos visitantes que recibía la ciudad y un sinfín de tiendas especializadas brindaron la oportunidad de equiparse sobre la marcha. Si en el último momento necesitabas una gladius, un focal, una sarcina o unas cáligas, podías encontrarlos allí. Y también comida y bebida en abundancia, algo tan atemporal como un bocadillo de jamón asado y una cerveza para sobrellevar el intenso calor de esos días. Los dioses se portaron bien y retiraron las nubes para que todo el mundo pudiera disfrutar en la calle de una ocasión tan señalada.

Se ha terminado un año más el Arde Lucus, la celebración del hermanamiento entre culturas para crear una ciudad compartida. La llama sagrada tendrá que esperar a 2024 para iniciar un nuevo festejo, y diría que nos volverá a encontrar a L y a mí en esas calles, porque esta experiencia ha sido deliciosa.
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