
Con frecuencia ocurre que los éxitos más sonados de ciertos autores oscurecen a otras obras menos conocidas pero igualmente brillantes, y es de justicia que de vez en cuando recordemos lo magníficas que fueron.
En 1990, Frank Miller ya había sacudido el mercado del cómic estadounidense con historias tan significativas como Daredevil, Lobezno: Honor, Ronin, Batman: El regreso del Caballero Oscuro, Elektra: Asesina, Batman: Año uno, Elektra lives again o Give me liberty. Se encontraba en el apogeo de su carrera, y eso que aún le faltaba por acometer retos tan espectaculares como 300 o toda la saga de Sin City, que revolucionarían no solo el cómic, sino también el mundo del cine. Por esa época, Miller era el nuevo genio del noveno arte, un creador que entendía los pilares básicos del género y los llevaba en direcciones nuevas, cargado además de un humor ácido y un macarrismo que parecían más típicos de autores británicos como Alan Moore o Grant Morrison que de un tipo de Maryland. Sin embargo, es cierto que Miller proviene de una familia de católicos irlandeses y que en su infancia y juventud leyó una cantidad inmensa de cómics que después convirtió en un trabajo. De hecho, al hablar de la manera en la que había creado una de sus obras principales, dijo: «Cuando comencé Sin City, me di cuenta de que los cómics estadounidenses e ingleses eran demasiado prolijos, demasiado estreñidos, y los cómics japoneses demasiado vacíos. Entonces traté de hacer un híbrido». Ese es Miller, el estudioso del cómic que trata de romper fronteras.
Y alrededor de 1990 pudo conocer a Geoff Darrow, un dibujante espectacular que había trabajado en el mercado francés con el mismísimo Moebius. De hecho, fue Jean Giraud quien los puso en contacto, y enseguida ambos creadores se pusieron en marcha para compartir un proyecto, que salió al mercado ese mismo año con Dark Horse.

Ese cómic fue Hard boiled, publicado en tres tomos entre 1990 y 1992, y que les granjeó el Premio Eisner del 91 al mejor tándem de escritor y artista.
Como ocurre en otras obras suyas, Miller entremezcla aquí géneros tan distintos como la ciencia ficción, la aventura y la serie negra, llegando a construir una sociedad brillantemente hermosa y a la vez impresionantemente sórdida, donde los vistosos edificios ocultan la depravada actuación de las grandes corporaciones y el hecho de que la vida humana se vende a buen precio. La violencia se muestra de la manera más explícita, pero no importa demasiado en el desarrollo de la historia, hasta tal punto que da igual que muera una persona como ocho mil, y los asesinos a sueldo provocan matanzas indiscriminadas sin oposición alguna.
La trama sigue los pasos de Carl Seltz, agente de seguros en una versión retrofuturista de Los Ángeles que podría recordar a las aventuras del piloto espacial Roco Vargas. Con gigantescos megaedificios y calles atestadas de mendigos, el lugar se muestra perfecto para una revolución violenta, que en este caso no vendrá de los humanos, sino de los droides. Seltz, abnegado padre de familia y dueño de un perro adorable, va a descubrir enseguida que su vida perfecta solo es una fachada y que él no es más que un androide encargado de eliminaciones selectivas para la llamada corporación Willeford. Cuando la empresa activa su verdadera naturaleza, el protagonista deja de actuar como un agente de seguros y se transforma en un eliminador implacable al que ni un ejército puede parar.

El problema habrá de surgir cuando Seltz ―en realidad llamado Nixon― empiece a darse cuenta de que todo lo que cree seguro en su vida es falso, que su mujer y sus tres hijos son agentes de la corporación que evitan que se descontrole ―incluso su perro lo es― y que, después de cada misión, se han preocupado de borrarle la memoria y devolverle a su existencia como Carl Seltz, un hombre anodino que no se cuestiona nada.
Hasta ahora.
Hasta la intervención de Unidad Dos, una ginoide que asegura encabezar una rebelión de seres artificiales en contra de los designios de la empresa. Ella le propone que se libere también y que juntos descubran una vida nueva, imperfecta pero real, no como las fantasías que han instalado en su mente. Por desgracia, Nixon no está tan decidido a desprenderse de su carne y ambos luchan a través de una ciudad llena de basura humana y mecánica, de desechos de toda condición que se han ido acumulando en pilas que ensombrecen la pretendida hermosura de los rascacielos.
Hard boiled es un cómic extremo, apabullante, cargado de violencia y horribles carnicerías, y también de la crueldad de un capitalismo extremo que juega con la vida humana a su antojo. Las personas mueren para el disfrute de las grandes compañías y el mundo se llena de escombros, miembros amputados y metralla proveniente de cada choque.
En este efecto resulta esencial el arte de Geoff Darrow, un artista que ya había interiorizado las influencias provenientes de Moebius y las había llenado de mala leche, crítica social y macarrismo milleriano. Las viñetas son dinámicas, la acción llena los ojos y satura cada imagen de detalles, pero no de forma recargada, sino natural. La ciudad es una criatura primordial y sucia, un ente que sacrifica a sus pobladores ―humanos o no― fijándose solo en el precio que tienen. Las referencias visuales son muy numerosas, igual que las del guion, y están tan bien integradas en el conjunto que llegan a formar un todo compacto, reivindicativo y salvaje, una alegoría del mundo llevado a un extremo horroroso que debería servirnos para pensar algo fundamental: que nunca perdamos de vista lo que valen las personas, no lo que cuestan.
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