Historias asombrosas de la vida real: Los resurreccionistas, ladrones de cadáveres a sueldo de la ciencia

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The reward of cruelty (1751), por William Hogarth

 

Es bien sabido que, desde el comienzo de la Humanidad, ha habido enterramientos rituales. Cada pueblo ha tenido su propia manera de entender la muerte y de tratar los restos corpóreos. En el Antiguo Egipto había expertos momificadores y gigantescas pirámides construidas en honor de un faraón, donde no solo reposaba él con sus riquezas, sino también sus esclavos y sus animales. Los fenicios y cartagineses sacrificaban personas vivas en el horno de su dios Moloch, sobre todo niños (aunque parece que no tantos como hicieron creer los romanos, para manchar su nombre además de exterminarlos). El cristianismo ordena la preservación y enterramiento de los cadáveres, en espera de la resurrección el Día del Juicio Final. Por su parte, el budismo tibetano realiza el llamado entierro celestial, que consiste en partir el cuerpo en pedazos con un gran cuchillo y entregárselo a los buitres.

Eso ha generado también un enorme interés por las tumbas. Una de las mayores ofensas a un pueblo derrotado era dejar que los carroñeros se alimentaran de los cuerpos de sus guerreros muertos, sin otorgarles la adecuada despedida, que garantizaba su descanso eterno. Los formidables tesoros ocultos en las pirámides llevaron al saqueo más despiadado, hasta el punto que resultaba casi un milagro encontrar una tumba egipcia intacta, como cuenta en sus obras Théophile Gautier.

Pero una actividad muy diferente era la de los resurreccionistas, que se dedicaban a robar cuerpos recién enterrados para vendérselos a los anatomistas, lo que resultó muy frecuente en el Reino Unido y ha aparecido en las novelas de autores como Robert Louis Stevenson, Edgar Allan Poe o H. P. Lovecraft.

Durante los siglos XVIII y XIX, proliferaron por todo el Reino Unido escuelas de Medicina muy renombradas, unas públicas y otras privadas. Londres y Edimburgo eran los núcleos de la actividad anatomista en toda Europa. Su prestigio, y por tanto el número de sus estudiantes, venía avalado por la presencia de profesores famosos, que enseñaban Anatomía sobre cadáveres reales. En aquel tiempo, ni las escuelas ni los maestros precisaban de una licencia oficial para empezar a dar clase, así que resultó un negocio muy rentable. Pero, para eso, hacían falta cadáveres en una cantidad abundante, y el Gobierno no estaba dispuesto a cedérselos.

Por ley, las escuelas de Medicina solo podían acceder a los restos de los condenados a muerte, personas encontradas sin vida en la calle y que nadie reclamaba, suicidas, niños abandonados y los nacidos muertos. Se cuenta que muchos jueces tendían a decretar la pena capital con una ligereza injustificada, incluso para delitos menores, con el fin de satisfacer la demanda de cadáveres. En realidad, la ley decía que los restos de un fallecido no pertenecían legalmente a nadie más que al Gobierno, pero este solía reducir su actuación a esos pocos casos. Y eran insuficientes para una demanda cada vez mayor.

De modo que enseguida apareció la picaresca, y surgieron las bandas de ladrones de cadáveres, que los desenterraban en la primera noche después del sepelio, los transportaban en sacos y carretas, y se los vendían a los cirujanos, bien enteros o por piezas. El precio variaba según las condiciones del cuerpo, ya que no podían pasar muchas horas del fallecimiento o ya no sería apto para disección, pero podía alcanzar incluso las 10 libras por un cadáver entero, que en aquel tiempo era una suma importante, muy superior a la de un sueldo habitual. Si se trataba de individuos deformes o con alguna particularidad, como gigantes o enfermos de dolencias desconocidas, su valor se multiplicaba. Así que el número de resurreccionistas creció de manera asombrosa, cada vez más osados y con menos escrúpulos. Los cirujanos eran conscientes de esta actividad y algunos estudiantes participaban de manera directa en los desenterramientos, como recoge Stevenson en su obra.

Las familias protestaron de forma enérgica, reclamando del Gobierno una protección para sus personas fallecidas. La visión general de la disección en los siglos XVIII y XIX era terrorífica, como una manera de mancillar la obra de Dios. Además, si no había cuerpo, ¿cómo iban a resucitar en el Juicio Final? Pero el Gobierno dijo que legalmente los cadáveres no les pertenecían a ellos, así que no podían reclamar nada. De hecho, los resurreccionistas nunca tocaban los objetos materiales que se encontraban en una tumba, para evitar que los detuvieran por robo, y así los policías solían ignorar a los muchos que se cruzaban cada noche, lo cual aumentó el enfado de la población. Las únicas opciones que quedaban para evitar esta actividad eran vigilar los cementerios, mediante torreones y guardias pagados, o a veces los propios familiares, formando patrullas ciudadanas ; y proteger las tumbas, cubriéndolas con rejas o con grandes piedras. Los tumultos al descubrir un intento de robo eran habituales y solían requerir la actuación de la Policía Metropolitana. Algunos de los ladrones eran tan hábiles que llegaron a cavar túneles para alcanzar una tumba sin que los familiares se enteraran.

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Torreón de vigilancia en un cementerio de Escocia.

(Imagen de Kim Traynor)

 

Pero ni siquiera de esta forma se logró contentar la demanda, así que la situación derivó a la única opción que les quedaba: el asesinato. Las bandas mafiosas y los criminales comunes empezaron a vender a sus víctimas a los anatomistas, y así de paso hacían desaparecer cualquier rastro. Una vez más, los compradores fueron cómplices de esta situación, que sospechaban muchas veces, aunque no tuvieran pruebas.

El caso más célebre fue el de William Burke y William Hare, dos asesinos múltiples que estrangularon, con la ayuda de sus esposas, a dieciséis huéspedes que se alojaron en la posada del segundo de ellos durante un período de diez meses y vendieron los cuerpos al famoso doctor Robert Knox, de la Universidad de Edimburgo. En la investigación, Hare incriminó a su compañero y este y su mujer fueron ahorcados, disecados y expuestos en la misma Universidad a la que habían vendido a sus víctimas. El esqueleto de Burke aún se encuentra en una vitrina del Museo Anatómico, así como un libro que, se dice, forraron con su piel. Hare recibió protección policial tras su testimonio y su pista se perdió para siempre. El doctor Knox fue absuelto de cualquier responsabilidad legal, pero la opinión pública fue muy dura con él y su prestigio desapareció. Poco a poco fue apartado de todos sus méritos y sobrevivió como un simple médico en el distrito de Hackney, en Londres, hasta el final de sus días. La propia clase médica, que había participado en actos muy semejantes a los suyos durante décadas, le repudió y olvidó su nombre, que antes había admirado tanto.

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Esqueleto de William Burke, expuesto en Edimburgo.

(Imagen de Kim Traynor)

 

La actividad más o menos criminal de los resurreccionistas solo terminó con el Acta de Anatomía de 1832, promulgada por el Parlamento del Reino Unido, que tuvo un efecto indirecto: no prohibía las disecciones ni la apropiación de los cuerpos sin reclamar, pero exigía que todos los anatomistas contaran con un permiso específico de la Secretaría del Interior y unos informes periódicos por parte de unos inspectores del Estado. Eso hizo que muchas escuelas sin permiso cerraran, y al mismo tiempo garantizó un acceso legal de los anatomistas a los cadáveres que necesitaban, de manera que la oferta y la demanda se equilibraron, y desapareció el mercado negro. No hubo más ventas clandestinas, ni más asesinatos para proveer de cuerpos a las Universidades. Además, quedó estipulada la donación de un cuerpo a la ciencia, por parte del propio fallecido o de sus familiares, de modo que se acabaron los asaltos a cementerios en plena noche.

Hoy la figura del ladrón de cadáveres nos parece impensable, pero durante un período de unos dos siglos resultó tan habitual en las calles de las grandes ciudades como la luz borrosa de las farolas de gas, las tabernas portuarias, los niños carteristas o el tifus. Y por eso todos ellos han quedado grabados en la literatura universal, para que nunca nos olvidemos de los horrores de los que son capaces los hombres por dinero.

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«El robo de cuerpos», de Gustave Doré.

 

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