
El siglo XIX es una fuente casi inagotable de historias de aventuras. Pioneros del mundo civilizado viajaron a lugares remotos con la intención de hacerse ricos e incluso apropiarse de un reino, solo con la fuerza de su brazo y su valor sin límites. La literatura, como es lógico, supo aprovechar ese filón para convertirlos en protagonistas de un sinfín de novelas apasionantes. James Brooke, el rajá blanco de Sarawak, que Salgari tomó como villano para algunas de las batallas de Sandokán; los buscadores de oro del Yukón, de los que habló Jack London en tantas ocasiones; o los mares del sur, que atrajeron a Robert Louis Stevenson.
En 1888, el escritor y corresponsal Rudyard Kipling publicó «El hombre que pudo reinar», la historia de dos estrafalarios aventureros, aparte de caballeros británicos y masones, que se internaban en los territorios desconocidos de Kafiristán con solo veinte rifles y sus sueños de grandeza, y terminaban llegando a ser reyes y prácticamente dioses de los pueblos locales. Esta novela corta es una parábola de la moderna picaresca anglosajona enfrentada al exotismo de las tierras salvajes, y tiene tanto humor que esos dos pobres diablos terminan por caerte bien. En el fondo estás deseando que se coronen reyes de algún lugar, aunque solo sea por un día.
Ahora sabemos que Kipling tuvo un referente para su historia: Josiah Harlan, un avispado estadounidense que se aprovechó de las inestabilidades políticas en la región de Asia Central para crear su propio ejército y alzarse con el título de príncipe de Ghor, del que luego fue desposeído por los británicos. Se cuenta que en su mejor época cabalgaba a lomos de un elefante y al frente de cuatro mil soldados afganos, a las órdenes del emir de Kabul, y esa imagen impresionó tanto al príncipe de Ghor que aceptó entregarle a Harlan su título a cambio de que él lo protegiera de sus enemigos. Al final esto no pudo ser y hoy en día Ghor forma parte de Afganistán. Pero ese es otro tema.
A lo largo de la historia, Asia Central ha sido una de las zonas más conflictivas e inestables del mundo. Nómadas de las estepas, chinos, griegos, persas, turcos y mongoles pasaron por allí, en un incesante cambio de fronteras y dueños. Su principal interés era la Ruta de la Seda, que conectaba China con África y Europa a través de lugares tan legendarios como Samarkanda, Antioquía, Alejandría y Constantinopla. Igual que legendarios eran aquellos viajeros que atravesaban medio mundo por un cargamento de la más valiosa de las mercancías, como Marco Polo, que en el siglo XIII les descubrió a los europeos las maravillas que albergaba el Imperio chino.

Sin embargo, ese trayecto cayó progresivamente en desuso tras la fragmentación del Imperio mongol y la conquista otomana de Constantinopla en 1453, hechos ambos que cortaron la llegada de mercancías al oeste. Los turcos se adueñaron de los restos del Imperio bizantino y rompieron las relaciones comerciales que existían con las grandes potencias de Occidente, por lo que en adelante estas apostarían por la navegación. Los portugueses en el Índico —con Vasco da Gama— y los españoles en el Atlántico —con Colón y luego Magallanes y Elcano— trazaron nuevas rutas marítimas que burlaban el control otomano y llegaban de forma más segura hasta su destino. Por ello la vía terrestre fue perdiendo importancia, pero no del todo. Asia Central seguía siendo un punto de contacto entre continentes, lo que le confería un valor clave en la política internacional.
Durante el siglo XIX, la región fue sometida a un enfrentamiento enconado entre China, Rusia y el Imperio británico —que por entonces dominaba la India—. Pero la primera tuvo que afrontar sus propios conflictos internos, de modo que solo quedaron dos contendientes en pie: el oso ruso y el león británico. La lucha se prolongó durante un siglo, prácticamente hasta la Primera Guerra Mundial, sin que nunca llegaran a chocar de forma directa más que en la guerra de Crimea. Este conflicto recibió el nombre de «el Gran Juego», expresión que aparecía en la novela «Kim», de Rudyard Kipling, y gracias a ella se hizo mundialmente famosa. Persia y Afganistán se convirtieron en las piezas clave de la guerra fría del XIX: quien controlara aquellas naciones podría obtener una salida hacia el Mediterráneo y disponer de sus materias primas para enriquecerse. Sin embargo, las cosas no fueron sencillas. Asia Central demostró encontrarse disgregada en multitud de pueblos dispersos, a veces simples tribus de las estepas, imposibles de dominar. Rusia y el Reino Unido promovían la inestabilidad en la zona con el fin de ganarse aliados para su propio bando, pero eso hacía que las guerras se volvieran continuas y con desenlaces poco claros, siempre con posibilidad de reiniciarse. Muchos soldados murieron en aquellas zonas remotas, sin saber muy bien por qué habían ido hasta allí.
Sin embargo, lo que el mundo occidental percibió de ese enfrentamiento fue la visión gloriosa y triunfal de las novelas de aventuras. Autores como Karl May, P. C. Wren, Emilio Salgari o Jules Verne reflejaron en sus obras el heroísmo de los soldados, el exotismo de aquellas tierras y las maravillosas oportunidades de éxito que suponían para aquel que supiera aprovecharlas. Atractivo impagable para los soldados de fortuna y los pícaros que soñaban con ser reyes.
Uno de los casos más interesantes resultó el de Josiah Harlan, un hombre sin formación específica que consiguió actuar como cirujano de guerra, consultor de reyes y finalmente príncipe, para después perderlo todo por culpa de los británicos. Había nacido en Pennsylvania, pero un desengaño amoroso lo llevó a escaparse del país en 1824 y buscar empleo en el lugar más remoto posible. Por entonces estallaba la primera guerra anglo–birmana y la Compañía Británica de las Indias Orientales buscaba cirujanos para el frente. A Harlan se le ocurrió que ese sería un destino magnífico para él, sin importarle demasiado el hecho de no poseer estudios de Medicina en absoluto. En 1825 se unió a la Compañía como supuesto cirujano y después actuó como militar, guiando numerosas tropas hasta el verano del año 26. En ese tiempo demostró una capacidad de aprendizaje monumental, tanto de idiomas como de costumbres locales. Eso le llevó a amar la tierra por la que luchaba y, de paso, pretender fama y fortuna, por lo cual abandonó el ejército y puso rumbo a Afganistán.
Allí descubrió que el país estaba gobernado por dos familias siempre en guerra, los Durrani y los Barakzai, siendo estos últimos los que gobernaban en ese momento, y a su vez los distintos príncipes también peleaban entre sí. Shuja Shah Durrani, el depuesto emir de Afganistán, buscaba hombres que se unieran a sus tropas para recuperar el poder, y Harlan aprovechó la oportunidad para obtener privilegios. Shuja prometió nombrarlo visir en el momento en que recuperase el trono, de modo que el americano reclutó a un centenar de mercenarios locales —y algunos desertores de la Compañía de las Indias Orientales— y, disfrazado como un derviche, se presentó en la corte de su enemigo. Sin embargo, su sorpresa fue considerable cuando descubrió que Dost Mohammad Khan, el vigente emir de Afganistán, era un hombre culto, honorable y buen anfitrión, que lo agasajó con multitud de placeres y al que llegó a admirar. Dost Mohammad se había ganado el cariño de su pueblo, a veces con demostraciones de poder y a veces con sobornos muy generosos, en una época en la que no existía lealtad entre las tribus y solo importaba el dinero. Su propio hermano, Nawab Jubbar Khan, admitió delante de Harlan que, muy a su pesar, el emir no podía ser derrocado, por lo que las aspiraciones de los otros príncipes y las del depuesto Shuja quedarían en nada.

Decepcionado, en 1829 Harlan abandonó la conspiración que había encabezado y se marchó a Punjab, que por entonces se había significado como uno de los reinos más poderosos del subcontinente indio. Su gobernante, el maharajá Ranjit Singh, «el león de Lahore», era un hombre pequeño, tuerto y deforme, cruel con sus enemigos pero extremadamente asustadizo acerca de su salud, por lo que Harlan aprovechó para presentarse ante él como un sabio médico occidental, capaz de curar al gran rey de todos sus padecimientos. Con algunos remedios menores y mucha labia, el americano fue ganándose el afecto del maharajá, hasta conseguir que este lo nombrara gobernador del distrito de Gujrat ese mismo año. Las riquezas de Punjab eran formidables en aquel tiempo, como demuestra el hecho de que Ranjit Singh poseyera el mítico diamante Koh–i–Noor —«Montaña de luz», en persa—, que había obtenido precisamente de las manos de Shuja Shah Durrani —aquel príncipe afgano al que Harlan traicionó—, en agradecimiento por protegerlo de sus enemigos. Años después, en 1849, Punjab fue anexionado por el Reino Unido y desde entonces el Koh–i–Noor forma parte de las Joyas de la Corona Británica.
Existe a su alrededor una supuesta maldición que afirma que solo las reinas podrán tenerlo, mientras que, si es un hombre quien lo posee, caerán sobre él innumerables desgracias y perderá su trono. Viendo el final que tuvo Ranjit Singh y la facilidad con la que los británicos se hicieron con su imperio, cabe pensar que la maldición sea cierta. Aunque también pudo influir el hecho de que Ranjit fuera un alcohólico depravado, al que le obsesionaban los ritos sexuales de todo tipo, y empeñado en aumentar su vigor amatorio de la manera que fuese. Tras su muerte, las distintas tribus locales se disputaron el territorio y el ejército británico no lo tuvo muy difícil para someterlos a todos.

El caso es que Josiah Harlan obtuvo un palacio, una fortuna personal y numerosas concubinas durante su tiempo en Punjab, todos ellos regalos del maharajá por su buen trabajo en la región. El trato que dispensó a los nativos de Gujrat fue correcto, evitando la crueldad que habían mostrado sus predecesores, por lo que obtuvo el afecto de todos.
Sin embargo, en 1834, Punjab y Afganistán entraron en conflicto por la posesión de la valiosa ciudad de Peshawar. Las pérdidas humanas fueron terribles, de modo que el maharajá de Punjab decidió enviar a Harlan como emisario diplomático —recordando que el americano ya había conocido al emir afgano durante su tiempo allí—. De nuevo, Harlan fue inteligente y audaz. En vez de presentarse directamente en la corte del emir Dost Mohammad, decidió hablar antes con su hermanastro, Mohammad Khan, con quien estaba enfrentado por el amor de una bailarina afgana, de la que el emir se había apropiado para su harén aun a sabiendas de que su hermano estaba enamorado de ella. Harlan aprovechó esta desunión para ganarse la confianza de Mohammad Khan y atraerlo a su bando, de modo que finalmente Dost Mohammad renunció a enfrentarse a las fuerzas combinadas de ambos y detuvo la guerra. El emir quedó tan impresionado por las habilidades diplomáticas del americano que, dos años después, cuando el maharajá de Punjab creyó que Harlan conspiraba en su contra y este tuvo que huir a toda prisa del reino donde había hecho fortuna, lo acogió en Afganistán y le dio trabajo.
Esta es sin duda una de las muestras más evidentes de la manera en que ocurrían las cosas en aquella época. A Ranjit Singh no le costó mucho dudar de la lealtad de Harlan, a pesar de que llevara años sirviéndole con honor y se hubiera ganado un nombre en la provincia de Gujrat. De igual modo, Dost Mohammad no tuvo problemas en contratar a un mercenario extranjero que ya había conspirado en su contra en dos ocasiones, pero al que, extrañamente, admiraba. Harlan le correspondió con su afecto más sincero y aceptó entrenar a las tropas afganas —antiguas e ineficaces, sin artillería moderna ni buenas tácticas— a la manera que había aprendido en la Compañía de las Indias Orientales y en Punjab. Pronto volvieron las hostilidades entre ambos reinos y los afganos sacaron buen partido de lo que les había enseñado Harlan, por lo que obtuvieron éxitos muy sonados. Esa fue la época de mayor esplendor para el americano, cuando recorría Afganistán al mando de un ejército de miles de hombres, cabalgando a lomos de un elefante —como hiciera en su tiempo Alejandro Magno— y combatiendo a aquellos príncipes que se levantaban contra su señor. Uno de ellos fue Mohammad Reffee Beg Hazara, príncipe de Ghor, que no tuvo más remedio que aceptar los términos de ese impresionante general que asediaba sus ciudades con una tropa de infatigables guerreros: Harlan obtuvo el principado de Ghor para sí mismo y todos sus descendientes a cambio de la protección que su ejército podía proporcionar.
Pero el triunfo tampoco le duró mucho esta vez. En 1839 se desencadenó la primera guerra anglo–afgana, cuando la Compañía de las Indias Orientales decidió sustituir al emir Dost Mohammad por el antiguo gobernante, Shuja Shah Durrani, mucho más leal a los intereses británicos. Shuja no se había olvidado de la traición de Harlan diez años antes, por lo que lo expulsó del país, bajo amenaza de muerte.

Pobre de nuevo y sin ningún reino que lo protegiera, el americano aún intentó buscar aliados en el Imperio ruso, enemigo tradicional de los británicos, pero no lo consiguió, de modo que regresó a los Estados Unidos, quince años después de su marcha supuestamente definitiva. Allí escribió un libro sobre sus hazañas: «A Memoir of India and Afghanistan − With observations upon the present critical state and future prospects of those Countries». Intentó en diversas ocasiones que el Gobierno americano lo enviase de vuelta a Afganistán como agente especial, sin conseguirlo, y aún tuvo tiempo, a los sesenta y dos años, para formar su propio regimiento de caballería y luchar en la Guerra de Secesión americana.
Ninguna actividad era pequeña para él. Cualquier guerra se aparecía a sus ojos como una oportunidad para obtener una posición privilegiada. Finalmente murió en 1871, víctima de la tuberculosis en San Francisco, sin haber podido regresar a Asia Central ni hacer efectivo su título de príncipe.
Años después, Rudyard Kipling adaptó muchas de sus aventuras para crear la novela «El hombre que pudo reinar» —de la que existe una maravilla adaptación al cine de 1975—, que inmortalizó la figura de este pícaro, soñador y aprovechado, un hombre que salió de los Estados Unidos en busca de fortuna y nunca dejó de soñar, pese a todo. Un loco en unos tiempos más locos todavía, que lo tuvo todo durante breves períodos de tiempo, pero al que nunca le dejaron conservarlo.

Puedes encontrar el libro que cuenta la historia de Josiah Harlan en este enlace.
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