«¡POR LOS DIOSES!»
LA HISTORIA DE NILIDIA (RESUMIDA) A TRAVÉS DE SUS MITOS
Por Allan Walker, periodista e historiador.
Artículo publicado originalmente en The New York Times Magazine el 19 de enero de 1930.
Los primeros restos prehistóricos hallados en Nilidia hablan de tribus bereberes anteriores al año 9000 a. C., que construyeron asentamientos en la zona actualmente ocupada por el desierto de Azura, y que en aquel entonces disfrutaba de un clima suave con abundantes lluvias. Aquellos primeros pueblos, conocidos como los azura, levantaron una sociedad basada en la agricultura y el pastoreo, de la que tenemos constancia gracias a las abundantes pinturas rupestres identificadas en la región. Su organización tribal y sus creencias eran sencillas, basadas en el animismo y el culto a los antepasados. Se cree que el concepto de una fuerza vital que una a todos los seres, incluyendo los ya fallecidos, y que con frecuencia se denomina Magara, proviene de aquellos tiempos. También las estrellas eran motivo de estudio, como descubrió el arqueólogo sir William McKenzie en su expedición de 1872 —que logró, a la postre, identificar las fuentes del río Isis—. Sir William localizó, con la ayuda de una antiquísima orden de jinetes nómadas, una serie de construcciones faraónicas casi enterradas por las arenas del desierto de Azura, y que parecían corresponder a aquellos primeros pobladores. Sin embargo, el grado de desarrollo cultural y científico que describió en aquel lugar supera con mucho lo que siempre hemos pensado. En el tratado «Acerca de los pueblos que habitaron la cuenca del río Isis», sir William defendió la existencia de unos nilidios que dominaban la astronomía y el álgebra, gracias a lo cual sometían a su voluntad el clima, las cosechas, el ganado e incluso las corrientes marinas. Es sabido que en la antigüedad existía un mar interior en el corazón de África, donde hoy sólo restan zonas desérticas, llamado el mar de Azura, y sir William afirmaba que aquellos jinetes que le habían guiado a través de las dunas —autodenominados los alai— fueron en otro tiempo marinos que gobernaban naves portentosas, de las que él aseguraba haber contemplado restos en aquellos palacios perdidos.
Esta teoría de un imperio protohumano en el centro de África —conocida como «la teoría mckenziana»—, del que provendrían siglos después las culturas nubia y egipcia, entre muchas otras, y sus lenguas propias, entronca con numerosas leyendas locales de las que yo mismo he oído hablar en mis viajes, como las míticas localizaciones de Mu, Atlántida o Urm, de las que se cuenta que existieron al comienzo de los tiempos y por su arrogancia fueron aniquiladas por los dioses. Es el mito clásico del Diluvio Universal, presente en casi todas las culturas: la historia bíblica de Noé, Utnapistim en el Poema de Gilgamesh, Manu en el hinduismo, Deucalión en Grecia… También el continente perdido de Mu —del que aparecen referencias en el Codex Tro-Cortesianus— y el de la Atlántida —citado por Platón en sus diálogos Timeo y Critias— habrían sido destruidos por sendos cataclismos provocados por los dioses, como una forma de castigo a los hombres por su arrogancia. Del mismo modo, la historia de la Torre de Babel representa también a ese Dios vengador y furioso, provocando en este último caso el origen de todas las lenguas.
Hoy sabemos que la mayoría de mitos antiguos tienen algún poso de verdad. La Torre de Babel ha sido clásicamente asociada con Etemenanki, el zigurat presente en Babilonia alrededor del siglo VI a. C., y dedicado al dios Marduk. El propio Diluvio Universal pudo tratarse en realidad de alguna inundación provocada por las crecidas del Tigris y el Éufrates, causando el pavor de los pueblos que se asentaban en sus orillas.
Asimismo, está demostrado que la región de Azura se convirtió en un desierto hace unos seis mil años, cuando la progresiva disminución de las lluvias y el aumento de la temperatura acabó con aquel gran mar interior y con la cultura ligada a él, que ahora yace olvidada bajo las dunas. Sus habitantes se vieron obligados a buscar zonas menos áridas en las que poder subsistir, y de este modo los antiguos marinos se convirtieron en jinetes, y después en nómadas que extendieron su cultura por el mundo.
Ésta es, por tanto, la enseñanza que los ancianos buscan transmitir a los jóvenes con sus cuentos junto a la hoguera, igual en una tradición que en otra: el Antiguo Imperio fue destruido por un cataclismo natural, no por ningún enemigo, y eso es lo que condujo a la emigración y, a la postre, al nacimiento de todas las lenguas, y del mundo como lo conocemos hoy.
Por desgracia, los palacios de los que hablaba sir William no han podido ser hallados nunca más, ni siquiera por él mismo, y los jinetes de las arenas se han negado a volver a conducirlo hasta allí, alegando que fue él quien decidió abandonar Azura y regresar al mundo de los blancos, y que ése es un camino que no tiene retorno.
Misticismo y sacralidad se mezclan en esta historia fabulosa que tal vez nunca veamos esclarecida, ya que no hay restos suficientes en los territorios conocidos como para arrojar algo de luz sobre el origen de África. Lo único que nos queda es la suposición o, como han hecho diversos escritores americanos, llenar esos huecos con fantasía. Son especialmente populares las narraciones sobre el origen de la humanidad, atribuyéndola a seres de otros planetas o de realidades ajenas a ésta. Aunque yo mismo he colaborado con revistas del género, escribiendo relatos parecidos, sólo la ciencia podrá demostrar qué hay de verdad en esas historias de ricos palacios enterrados por la venganza de los dioses. Y es fácil que ninguno de nosotros lleguemos a verlo.
Es lo mismo que le ocurrió a sir William, que pasó sus últimos días en la miseria más absoluta, empleando sus antaño formidables recursos en costear una expedición tras otra con el fin de encontrar la mítica Azura, la que él había conocido y abandonó para abrirle los ojos al resto del mundo. Ese hombre sacrificó su felicidad y terminó loco y arruinado, suplicando a los dioses de África que le permitieran volver a la ciudad primigenia, sin conseguirlo.
Quién sabe si llevaba razón. Desde luego, yo no lo sé, pero este escrito va dedicado a su memoria, con el fin de que, esté donde esté, descubra que su labor no será olvidada.
Con cariño y respeto, para el primer maestro de la historiografía nilidia, de quien tanto aprendí.