«¡POR LOS DIOSES!»
LA HISTORIA DE NILIDIA (RESUMIDA) A TRAVÉS DE SUS MITOS
Por Allan Walker, periodista e historiador.
Publicada originalmente en The New York Times Magazine el 26 de enero de 1930.
Como dijimos en el capítulo anterior, la región de Azura ya se había convertido en un desierto alrededor del año 3000 a. C., debido a un cambio brusco en las condiciones climatológicas. Previamente a eso, es conocida la existencia de grandes masas boscosas, fértiles valles y temperaturas estables que permitieron el desarrollo de una importante cultura en relación con la naturaleza. Jirafas, leones, cabras y elefantes se movían por aquellas tierras en completa libertad, y los azuras primigenios empezaron a cazar o pastorear a la mayoría de ellos.
Todas esas actividades se vieron transformadas de manera irremediable con la llegada de la desertificación, que arrasó en —relativamente— poco tiempo con aquel estilo de vida, esparciendo sus numerosos grupos humanos por el mundo —incluyendo Europa—, y dando lugar a las nacientes culturas de Uruk, Fenicia, Egipto y Grecia.
En relación a este cambio tan drástico de existencia, contamos con una fuente valiosísima de información, en la cual, sin embargo, es difícil separar el mito de la ciencia. Se trata de la Épica de Murtaka, uno de los más importantes poemas épicos de la historia, comparado por su influencia histórica con el Cantar de mío Cid, escrito en España sobre el año 1200 d. C. Murtaka data, según la mayoría de estudiosos, de finales del siglo XIV d. C., recogiendo diversas leyendas bereberes en los tiempos en que ya no existía una Nilidia cohesionada —como hablaremos en siguientes capítulos—, desde la caída del Imperio romano. La autoría del poema se atribuye al monje dominico fray Enrique de Braemar, renombrado intelectual que, durante la época de la decadencia de las órdenes religiosas en el siglo XIV, recorrió el norte de África tratando de evangelizar a las dispersas tribus nómadas que habían resultado de la disgregación en el siglo VII del antiguo reino de Nilidia. El resultado de esta epopeya fue plasmado en el interesantísimo libro de viajes «Contemplata aliis tradere» («Dar a otros lo contemplado», en referencia al lema de la orden dominica en aquellos tiempos: Contemplari et contemplata aliis tradere, «Contemplar y dar a otros lo contemplado»). La idea básica es que fray Enrique aprendió tanto de aquellos hombres como les enseñó él, y sus esfuerzos de evangelización se vieron compensados con el descubrimiento de toda la riqueza cultural que atesoraban los nilidios. Una de las mayores aportaciones fue la leyenda del rey Murtaka, último gobernante del mítico reino de Azura —también llamado Urm en otras regiones—, cuya decadencia causó él mismo alrededor del año 10.000 o 15.000 a. C. Fray Enrique compiló toda la información disponible sobre este personaje —a medio camino entre lo históricamente demostrable y la fábula educativa, sin que a día de hoy podamos discernir con seguridad uno de otra—, y nos legó la Épica de Murtaka, extenso poema que narra como ninguna otra fuente la ruina de Azura.
Según esta historia, Azura era un brillante imperio ubicado en el corazón de África durante la prehistoria de la humanidad, habitado por sabios filósofos, imaginativos constructores, escritores, músicos y en general lo mejor que podía dar su especie, siempre en comunión con el resto de la naturaleza. Así lo explica ya en sus primeros versos:
En el comienzo del tiempo de los hombres,
cuando el mundo vivía en hermosa unión
y todos los seres se trataban como hermanos,
hubo una grandiosa ciudad de hombres justos
allá donde su especie había nacido.
Fray Enrique traduce casi palabra por palabra las antiquísimas canciones de los chamanes nilidios, las que llevan siglos cantando junto a las hogueras para educar a los jóvenes de cada tribu. La descripción que realiza de aquellos hombres es tan elogiosa que parece más propia de la literatura fantástica, lo que, ya en este siglo, ha dado pie a diversas teorías poco científicas, algunas de las cuales llegan a elucubrar si aquellos primitivos azuras podrían ser de procedencia alienígena, del mismo modo que se ha postulado con el pueblo egipcio, el fenicio o el griego.
Teóricos como el español Mateu Batlló o el alemán Jaxon Grünenthal han escrito largas disertaciones sobre este tema, con opiniones contrapuestas. El primero concuerda con fray Enrique en situar el origen de la humanidad en el corazón de África, mientras que Grünenthal —más cercano a los postulados del Grupo de Estudio de la Antigüedad Alemana, también conocido como Sociedad Thule— aboga por el mito de Hiperbórea, supuestamente ubicada más al norte del continente europeo, según algunos autores incluso en regiones polares. Este conflicto de «Azura vs Hiperbórea» dista mucho de estar solucionado, y tiene que ver con la propia reivindicación de la raza aria, que ciertos investigadores pretenden separar del resto de los hombres. La Sociedad Thule —nombrada así en referencia a la Última Thule de la que escribiera Virgilio— lleva años atribuyendo un origen más elevado, e incluso divino, a la raza aria, emparentándola con los gigantes hiperbóreos de la mitología griega, o en otras ocasiones con extraterrestres provenientes de la estrella Aldebarán. Historias de este tipo corren por los círculos esotéricos de media Europa, sin que cuenten con la más mínima credibilidad. Por contra, las argumentaciones del profesor Batlló se basan en investigaciones arqueológicas realizadas por él mismo, notas compartidas con los mayores expertos de todo el mundo y textos tan serios como el de fray Enrique de Braemar, que en ningún caso puede ser tachado de mostrar implicaciones políticas (1)
La Épica de Murtaka sigue siendo un documento de valor incalculable. Su mensaje último es el del respeto entre todos los pueblos y todas las especies, y, cuando éste se rompe, los dioses aplican su castigo. Murtaka es presentado como un rey justo atormentado por el miedo a la muerte. Tras años de reinado honorable, descubre que su vida en algún momento llegará al final, lo cual le produce un desasosiego tan terrible que no puede conciliar el sueño. Después de todo lo vivido y luchado, lo único que quedará será su recuerdo, mientras su cuerpo se descompone:
El gran Murtaka se vio a sí mismo muerto,
olvidados sus logros, perdidos sus pasos,
sin más legado que el cantar de las hogueras,
mientras su cuerpo se marchita en un agujero
frío y húmedo, visitado por alimañas.
¿Qué más da, por tanto, ser un rey o un vasallo?
¿Qué más da haber obrado con justicia o no?,
si a la postre todos ocupan el mismo lugar
y sólo los dioses y los carroñeros se preocupan.
Es de destacar cómo, en unos pocos versos, el autor transmite la preocupación del ser humano por el sentido de la vida y de la muerte, los enterramientos rituales, el juicio final y la otra vida, elementos todos ellos que sabemos que ya estaban presentes en la comunidad prehistórica de Azura.
Murtaka sufre de tal manera por la inevitabilidad de la muerte que llega a consultar a adoradores de la magia negra: órdenes secretas presentes en los bajos fondos del reino y que practican rituales en honor a dioses anteriores a los de los hombres.
Pero ninguno era tan maligno como su señor,
el temido Setesh el Rojo,
nacido antes de la creación de Azura,
antes de que los hombres caminaran por el mundo.
Su influjo era indeseable,
opuesto al bien y a todo lo noble,
que estaba representado por Asir la Negra,
suma sacerdotisa del reino de Azura.
Murtaka confió en Setesh y le pidió no morir nunca,
y a cambio le entregó cuanto él le pedía:
oro y joyas, palacios, ejércitos
y la creación de una orden de adeptos que le veneraba.
El rey consiguió escapar de la muerte,
pero con ello condenó a todo su pueblo,
al que avocó a la destrucción y el hambre,
devorados por el desierto.
Así concluye el primer capítulo de la Épica de Murtaka, adelantando ya cuál será la conclusión de la historia: el brujo maligno le concede la inmortalidad, pero a costa de no poder concebir hijo alguno, y con el final de su linaje vendrá la decadencia del reino de Azura. Los hombres comunes se apoderarán del gobierno y se perderá la grandeza de los reyes dioses, que hasta entonces habían regido el destino del mundo.
Diversos historiadores han querido hallar en este relato nociones similares a la venta del alma que aparecería dos siglos después en el mito de Fausto; a la guerra ancestral entre hermanos de los dioses egipcios Seth y Osiris —además con la referencia a sus colores respectivos y el uso de sus nombres originales (2)—; e incluso una versión diferente a la historia del Diluvio Universal. Murtaka, igual que Gilgamesh, busca trascender su propia existencia; e igual que Noé o Utnapistim, ve cómo todo su mundo es arrasado por un cataclismo, quedando él como único superviviente. El brujo Setesh y su orden traen consigo el desastre, Azura es condenada por el cambio climático que convierte la región en un desierto, y las brillantes torres y los palacios son devorados por un mar de dunas. Los hombres se enfrentan entre ellos, unos leales a la suma sacerdotisa y otros al poderoso culto de adoradores del mal, lo que hace que los dioses les castiguen por sus actos.
Asir la Negra es asesinada por Setesh y su cuerpo arrojado al río, mientras la arena se traga Azura por siempre, y con ella desaparece la primera gran edad de los hombres, consumida por la maldad de sus pobladores, la avaricia de su rey y la justicia de los dioses ancestrales, de la que nadie puede escapar jamás.
La Épica de Murtaka finaliza con unos versos que sirven de resumen y moraleja a toda la obra, y en general de lema para la mayor parte de la literatura épica medieval:
El mundo no es un erial salvaje
donde los hombres actúen en completa inconsciencia.
Los actos buenos y malos deben someterse a Dios,
pues Él decide qué son el bien y el mal.
Murtaka quiso ser más dios que hombre,
y para ello puso su alma en juego
y renunció a gobernar a su pueblo,
pues nada le importaba sino vivir por siempre.
La avaricia es la fuente de todos los males
y condena el alma y destruye imperios.
Azura fue devorada por la furia de Dios
como hicieron las plagas que sacudieron Egipto.
¡Oh, hombre!, que lees estas líneas,
sé temeroso de Dios y cumple sus preceptos,
no busques aquello que no está a tu alcance,
pues el Diablo acecha a la vista de todos.
Nótese cómo aquí fray Enrique se aleja de los mitos conocidos y añade su propia aportación, más típica de la religiosidad medieval —oscura y temerosa de Dios—, y sustituyendo el politeísmo ancestral nilidio por la creencia en un Dios único que vigila a sus hijos.
El último verso —«El diablo acecha a la vista de todos»— se convertiría en frase habitual en muchos textos e incluso dentro de la propia orden de los dominicos, como una advertencia.
Quién sabe si hoy en día no deberíamos aplicarnos ese mismo cuento, pues a veces, disfrazados como sesudos historiadores de la raza aria, puedan estar caminando entre nosotros auténticos demonios.
Sólo espero que no tengamos que arrepentirnos de no haber hecho caso al pobre fray Enrique.
REFERENCIAS
(1) Debemos entender la época en que fue escrito el presente artículo. Desde comienzos del siglo XX habían aparecido extrañas teorías en diversos círculos supuestamente científicos sobre el origen de la humanidad. Sus miembros defendían un origen distinto para la raza aria, a la que colocaban por encima del resto. Importantes intelectuales alemanes hablaban constantemente sobre este asunto, conformando grupos de presión como la Sociedad Thule, que mantuvo fuertes lazos años después con el Partido Nazi. Por tanto, muchas de esas opiniones sabemos ahora que estaban sesgadas políticamente, pero entonces se daban como provenientes de expertos, y costaba restarles credibilidad. Autores como Mateu Batlló y el propio Allan Walker escribieron obras objetivas que han soportado bien el paso del tiempo, como ocurre con este artículo. Sin embargo, en aquel entonces no tuvieron más remedio que citar a personajes claramente nazis como Jaxon Grünenthal, cuya reputación ha desaparecido con el paso de las décadas.
(2) Seth es el nombre griego del dios egipcio Suty (o Setesh), representado por el color rojo del desierto; mientras que Osiris es el nombre griego del dios egipcio Asir (o Usir), representado por el color negro o verde. La denominación que se utiliza con más frecuencia hoy día para ellos es la griega, mientras que en la Épica de Murtaka los personajes principales llevan los nombres de Setesh y Asir. El asunto del cambio de sexo de Osiris (varón en la mitología egipcia y mujer en la de Azura), será debatido en el siguiente capítulo.