«¡Por los dioses!», capítulo tercero: A orillas del río Isis.

«¡POR LOS DIOSES!»

 LA HISTORIA DE NILIDIA (RESUMIDA) A TRAVÉS DE SUS MITOS

 

 Por Allan Walker, periodista e historiador.

Publicada originalmente en The New York Times Magazine el 2 de febrero de 1930.

La principal característica que define a los mitos es la transmisión oral. Las grandes historias de dioses y héroes han perdurado viajando de boca a oído durante muchos siglos, y de los valles a las montañas de África siguiendo las migraciones de aquellos pueblos primitivos. Esto hace que, en muchas ocasiones, esos mitos sean contradictorios, presentando narraciones inconexas de las que no quedaron registros hasta la Edad Media, cuando cronistas europeos interesados en inmortalizar las tradiciones árabes como fray Enrique de Braemar, Marcus Zinner, Julius Kao o Henri Jervé nos legaron las versiones que desde entonces se han convertido en ortodoxas. El esplendor de la antigua Azura, el amor imposible entre Setesh el Rojo y Asir la Negra, el pescador de quien se enamoró la diosa Shui y dieron a luz a la reina Nilat, fundadora de la nación de Nilidia… Sin embargo, esos mismos autores reconocen que los distintos grupos humanos dispersos por la geografía nilidia han caracterizado a sus dioses de un modo no siempre coincidente. Los pueblos negros de las tierras al sur de Fawar creen que existe una fuerza universal llamada Magara, a la que están unidas las almas de todos los seres vivos y muertos y que no se diferencia tanto del concepto de «dios invisible» de los cristianos, al que se unen, del mismo modo, las almas de los que fallecen sin pecado. En cambio, las tribus matriarcales que habitan las montañas de Kalarak, al sur de Nilidia, adoran a la diosa madre Entinu, que dio a luz a todos los seres vivos del universo y por eso consideran que son hermanos de los animales y las plantas, quizá como consecuencia de la aridez de su territorio, en el que cualquier árbol o liebre puede decidir la supervivencia de un pueblo.

En el fondo todos los dioses son parecidos: la diosa Entinu es similar a Isis que dio nombre al rio que atraviesa Nilidia de sur a norte, a Shui que los reinos de la costa norte tomaron de los fenicios y también a la Virgen María, ya que la religión católica reinterpretó los mitos locales en aquellas regiones por las que se iba extendiendo, y de ahí su gran éxito. El simbolismo de la Diosa Madre aparece en la mayor parte de culturas conocidas, lo que hace pensar en patrones psicológicos comunes a todas, como apunta en sus estudios el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung, de quien este autor se declara gran admirador.

Tras la desertización de la región de Azura, en el centro y sur de Nilidia, sus pobladores se volvieron nómadas y buscaron tierras nuevas que garantizaran su supervivencia teoría de la Gran Diáspora Nilidia, publicada por sir William McKenzie en 1872. La mayor parte de ellos se establecieron en las orillas del formidable río Isis, que discurre desde el corazón de las montañas de Kalarak —al sur del sureste del país, luego atraviesa el desierto creando a su paso zonas fértiles que permitieron que la vida saliera adelante y finalmente desemboca en la costa norte a la altura de la ciudad de Ranuhi, donde recibe el nombre de río Ranu.

Alrededor del año 3000 a. C., las orillas del Isis estaban pobladas por un sinfín de grupos humanos que vivían de la agricultura y la ganadería, mientras algunas tribus nómadas recorrían el desierto en busca de oasis. Esta distinción entre la fértil vera del río de color negro, por el limo y la aridez del desierto amarillo rojizo parece ser el origen de la ancestral canción Ebediyet «Eternidad», propia de los nómadas alai, y con la que enseñan a sus hijos el origen del hombre:

Negra y rojo eran al principio,

negra y rojo los parieron,

la diosa que vive en el limo

y el dios que reina en las dunas.

Madre y padre de todos los hombres,

una es la vida y otro la muerte,

ella cría a sus hijos

y él los devora.

Negra y rojo eran al principio,

negra y rojo los parieron,

reyes son sus hijos,

señores de la creación.


Este autor que firma puede dar fe de cómo esta breve cantinela ha pasado de padres a hijos durante siglos en los importantes consejos de las hogueras que celebran los
alai, unidos como una sola familia que se protege de los rigores del desierto. Si no fuera por su compromiso con la tribu como un todo, sin duda las terribles condiciones de vida de Azura habrían acabado con ellos hace largo tiempo. El hambre, el calor infernal y la ausencia de agua potable han creado en este pueblo una voluntad inquebrantable, una lucidez infinita en sus ojos y una fortaleza de espíritu que les llenan de felicidad, incluso en esos lugares que más parecen el propio infierno. Ellos no creen que existan el Bien ni el Mal como conceptos absolutos a diferencia de lo que narra La Épica de Murtaka, como veíamos en el capítulo anterior de esta crónica, y que, según la leyenda, es lo que terminó con el imperio de Azura, sino que son aspectos diferentes de una sola alma humana. Por eso el alma debe fortalecerse igual que el cuerpo, expuesta a rigores como aquéllos y siempre a piques de flaquear. Si un solo miembro de la tribu es débil, toda la tribu perecerá con él. Es sabido que en la antigüedad existían lugares de sacrificio en casi todos los asentamientos importantes del norte de África, incluso de niños en algunas ocasiones véase al respecto la investigación que realizó lady Iris Zimbalist acerca del tofet de Cartago, cuya estructura como necrópolis infantil se repite de manera sistemática por medio continente, lo que sir William McKenzie achacó a la diáspora de los pueblos nilidios huyendo de la desertización. Los dioses fenicios Baal y Tanit exigían sacrificios humanos, igual que Isis, a la que se adoraba en aquellas riberas fértiles desde tiempos inmemoriales (1). El resultado práctico era la purificación de las tribus, que así se libraban de sus miembros menos capacitados y mejoraban sus capacidades de supervivencia (2).

La leyenda, como es referida en aquellos consejos de las hogueras, afirma que una mujer nilidia llamada Asir se enamoró perdidamente del dios Setesh, rey de las serpientes y de las mentiras. Ella era la matriarca de las tribus que acampaban junto al río, y él personificaba a los pueblos que reinaban en el desierto, a los que protegía con su poder divino. Esta unión era impropia en todos los sentidos, pero fue celebrada por los hombres, ya que de este modo podrían aliarse ambas formas de vida y conjurar otra vez a toda la humanidad bajo una misma bandera, tal y como había sido al principio de los tiempos la leyenda divaga aquí sobre a qué se refiere con «el principio de los tiempos», pero podemos suponer que hablan de Azura, el primer imperio, que se escindió por el egoísmo de sus pobladores, como vimos en capítulos previos de esta crónica.

Setesh yació con ella y tuvieron diez hijos, llamados a gobernar la Tierra por encontrarse su naturaleza a medio camino entre la de los hombres y los dioses. Sin embargo, Asir nunca entendió que su emparejamiento con un dios había sido impropio, y que él jamás podría quedarse a su lado mucho tiempo, pues ambos provenían de mundos muy distintos. Una noche aciaga Setesh se levantó de su lecho, en el palacio que había construido en las montañas de Kalarak junto al nacimiento del río y del desierto, a medio camino de ambos mundos y asesinó a toda su familia. Tomó un puñal de oro y segó la vida de su esposa y de sus diez hijos, arrojando los cuerpos al río. Después regresó al cielo y se unió otra vez a sus hermanos dioses, para no volver jamás a la Tierra.

Lo que él no esperaba es que los pueblos de la ribera comenzasen a adorar a Asir como su propia diosa, con un fervor y una entrega como no se habían visto nunca. Y eso hizo que su matriarca resucitase, esta vez convertida en diosa, bajo el nombre de Isis, que es a la que adoran desde entonces.

Y por eso las aguas del río se vuelven rojas en cada atardecer, porque en su seno llevan la sangre de la Isis mujer y sus diez hijos, y por eso ella se considera la diosa madre, pues cuida de los pueblos de la ribera como si fueran su propia familia, la misma que perdió por culpa de un dios traicionero.

Otros mitos afirman que los hijos de Setesh y Asir también resucitaron, esta vez convertidos en semidioses, y en concreto son adorados por las tribus matriarcales de las montañas de Kalarak, donde se los conoce como los Enearai, los diez hijos de la diosa Entinu y representantes de las virtudes y los pecados de los hombres cinco virtudes básicas y sus pecados correspondientes.

Los alai, los jinetes del desierto de Azura, cantan una vieja canción a sus niños que habla precisamente de esta leyenda, y con la que intentan confortarlos en las frías noches bajo las estrellas:


Duerme, mi vida, descansa los ojos,

que la diosa Isis guarda tus sueños,

y te protege de los demonios oscuros,

para que nada te turbe.

Porque ella también es madre,

y mujer antes que diosa.

Ella amó como mortal

y cuida a los suyos.


Su amor era Setesh el Rojo,

el adorador del diablo,

y con él tuvo diez hijos,

que formaron los pueblos del mundo.


Los hombres provienen de ambos dioses padres,

el bien y el mal, rojo y negro,

los pecados y las virtudes entremezclados,

y por eso los hombres son libres.

Duerme, mi vida, descansa los ojos,

elige tu camino libremente,

ama y cuida de los tuyos,

como la diosa Isis.

En el Antiguo Egipto se adoraba también a Isis como diosa madre y protectora de los hombres, aunque en aquellas regiones la historia de su origen cambiaba un poco: Isis y Osiris eran esposos y a la vez hermanos igual que Hera y Zeus en Grecia, y Juno y Júpiter en Roma, y hermanos a su vez del maligno Seth y de su esposa Neftis. Isis y Neftis eran gemelas y contrarias en todo, de la misma forma que ocurría con Osiris y su contrario, Seth. Éste último, odiando a Osiris, lo metió dentro de un cofre y lo arrojó al Nilo. Y cuando Isis logró encontrar el cuerpo, Seth lo partió en catorce pedazos y lo esparció por todo Egipto. Aun así, la dulce esposa, acompañada de su hermana Neftis, consiguió recomponer los restos y, con la ayuda de Anubis, concebir a su hijo Horus, que vengaría la afrenta familiar y se proclamaría dios de todo Egipto, mientras que Seth era arrojado al desierto.

Los paralelismos con la historia nilidia son evidentes: Osiris es asesinado como hombre y arrojado al río, pero regresa convertido en un dios; Horus personifica la fertilidad de la cuenca del Nilo, mientras que Seth es representado como dios del desierto.

¿A qué se deben estos parecidos, que no podríamos considerar casuales? Sir William McKenzie afirma sin dudar que ambos pueblos nilidios y egipcios provienen de ancestros comunes, el Imperio de Azura, destruido por el pecado de los hombres (escribía el profesor Taymullah Farûq que «La nación entera se resquebrajó por su culpa, y en pocos años el orgulloso imperio se disolvió como granos de arena esparcidos por el viento, dando pie a todas las ciudades, estados y nuevos reinos que poblaron el mundo»).

Lady Iris Zimbalist en cambio apuesta en su obra por un razonamiento bastante más simple: los intercambios culturales entre regiones no tan alejadas geográficamente. Si existen pruebas de los «préstamos de dioses» entre fenicios y nilidios los nilidios Raal y Shui no son más que versiones de los fenicios Baal y Tanit, «exportados» gracias al contacto comercial por el Mediterráneo, como veremos en los siguientes capítulos, ¿qué no podría haber ocurrido con los moradores del Nilo? ¿Acaso el Sahara y el Azura no son desiertos hermanos, recorridos por tribus similares que los consideran su hogar? Los alai dicen que ellos son los únicos hombres verdaderamente libres, porque el desierto es el único lugar del mundo donde no existen las fronteras.

De hecho los griegos los denominaron libios y también bereberes del griego βάρβαρος, que significa «bárbaros», pero ellos se refieren a sí mismos como imazighen, «hombres libres». Y fruto de esa libertad los nómadas recorrieron África a comienzos de la historia escrita, llevando consigo las leyendas, las tradiciones y los mitos que conformarían muchas de las culturas que más tarde se habrían de desarrollar por todo el continente. El Egipto de los faraones, la Numidia de Yugurta, la mítica Opar, Abbas, Nubia, Pristia y un sinfín de reinos más, ahora olvidados por el tiempo, distintos en sus lenguas y sus costumbres, pero unidos por larguísimas caravanas que atravesaban el desierto por medio de caminos que nadie más conoce. Así perduraron los dioses. Así avanzó la humanidad, como decíamos al comienzo de este artículo, gracias a la transmisión oral de leyendas parcheadas, que a lo largo de tantos siglos lograron construir nuevos imperios, bajo la sombra de las gigantescas dunas.

REFERENCIAS

(1) La noción antigua de si los primeros pobladores de África realizaban sacrificios humanos ha sido puesta en duda desde los años ochenta del siglo veinte. Historiadores modernos defienden que tal práctica, aunque existiera, fue magnificada por los cronistas romanos cuando conquistaron esos territorios, como una forma de demonizar a sus enemigos. De esta forma, Roma mejoraba su imagen al «salvar» a los africanos de su barbarie.

(2) Por comentarios como éste, Allan Walker ha sido tachado desde siempre de racista. Sus escritos defienden con frecuencia la eugenesia, utilizando ejemplos de tribus antiguas, aunque estudios posteriores no han demostrado que éstas llevaran a cabo prácticas de ese tipo.

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