«¡POR LOS DIOSES!»
LA HISTORIA DE NILIDIA (RESUMIDA) A TRAVÉS DE SUS MITOS
Por Allan Walker, periodista e historiador.
Publicada originalmente en The New York Times Magazine el 16 de febrero de 1930.
Decía Henri Jervé en varias de sus obras que «Nilidia dejó de ser ella misma el día en que prosperó tanto que llamó la atención de los grandes imperios, cuya voracidad se cebó especialmente en el continente africano». Y bien lo sabe él, que estudió durante años el horror de la esclavitud, el traslado forzoso al Nuevo Mundo de millones de personas y el drama de convertirse en una simple mercancía.
Jervé cuenta en su libro «El niño esclavo» la historia real de un Niño sin Nombre nacido en 1560 en una aldea pobre del sur de Nilidia, en el área de la hamada, junto a las grandes dunas del desierto de Azura. Su vida estaba destinada a limitarse al pastoreo de cabras en aquellas tierras desoladas, hasta que él y todos sus paisanos, una aldea entera, fueron capturados por esclavistas árabes, vendidos a piratas negreros del río Isis, enviados por la fuerza a las islas de Pago y finalmente embarcados como sirvientes en dirección a América. Éste fue el drama de millones de personas a lo largo de muchos siglos, alimentando las arcas de viles gobernantes. De hecho el barco que nombra Jervé en su obra fue uno de los últimos en salir desde Pago hacia América cargado de esclavos, ya que en 1564 se produjo la revolución de los corsarios de Pago contra el Imperio otomano, bajo las órdenes de la dama Escila, que resultó en la destrucción completa del archipiélago y el final de la esclavitud en esas tierras (1). Habría de pasar largo tiempo hasta que alguien volviera a establecerse en Pago, y con ello regresaron los piratas. Pero ésa es historia para otro día.
El caso es que aquel Niño sin Nombre fue conducido bajo tortura a la isla de La Española, donde el capitán del barco negrero —el genovés Aldo Coretti, patrón del navío El Comendador— lo vendió a un terrateniente dueño de vastas plantaciones azucareras. En aquella época las tierras del Nuevo Mundo requerían abundante mano de obra para el cultivo, y las autoridades habían decretado que los hombres negros estaban a la altura de las bestias en lo que al alma se refiere —fray Bartolomé de las Casas escribió que los indígenas americanos también eran hijos de Dios, por lo que ningún esfuerzo era excesivo a la hora de evangelizarlos, mientras que los negros carecían de alma, y por tanto eran los más adecuados para los trabajos forzosos (2)—. Esto dio pie a un lucrativo negocio que atravesaba medio mundo: esclavistas árabes recorrían las proximidades del desierto en busca de gente a la que nadie fuera a echar de menos; los piratas se movían a lo largo del Isis transportando su valioso cargamento, viajando hacia el sur hasta las regiones de los ríos Magara, Benue y Níger, donde entraban en contacto con tribus salvajes como los yoruba, para después regresar a la desembocadura del Isis en el Mediterráneo, y en concreto al imponente enclave que suponía el archipiélago de Pago, centro de operaciones de toda la red; y finalmente piratas del Trópico recorrían la distancia que los separaba del mar Caribe, donde cualquier negro veía su precio multiplicado. Este largo periplo no era fácil de completar, sobre todo por las inhumanas condiciones a las que eran sometidos los esclavos, por lo que muchos morían antes de llegar. Ante el más mínimo signo de debilidad, los esclavistas no dudaban en sacrificar su carga, bien dejándola abandonada en pleno desierto o arrojándola por la borda.
El mundo entero ha sido abonado con los restos de los hijos de África, cuyo suplicio no ha tenido fin hasta días recientes, con la llegada de los hombres blancos y su proceso de colonización. Hoy las condiciones de vida en África no tienen nada que ver con aquéllas, y los negros disfrutan de una cultura y una riqueza impensables hasta ahora. Podemos estar satisfechos del trabajo realizado en África por las grandes potencias occidentales, aunque, desde luego, todavía queda mucho por hacer (3).
Sin embargo, el Niño sin Nombre no tuvo tanta suerte, y apenas llegó vivo a América. Famélico, exhausto y con un pie gangrenado, puso todos sus esfuerzos en ocultar su miserable estado, pues era consciente de lo que hacían los esclavistas con los más débiles. Ya en La Española, bajó del barco por sí mismo, aunque apenas era capaz de caminar, y se unió al resto de sus compañeros para asistir a la venta de esclavos. Sabía que no tenía posibilidades de ser comprado. Él no valía para trabajar en el campo, ni para remendar sábanas, ni para cuidar a los hijos del dueño, así que ¿quién iba a estar interesado en él? Y, si nadie lo compraba, los piratas habían prometido que lo darían de comer a los perros. Seguramente vivo.
Así que hizo lo único que estaba a su alcance: aguzar el ingenio.
Ante aquel grupo de esclavos sucios, enfermos y harapientos se presentó François Jervé, el gran terrateniente, acompañado por su hija Nicole. Ellos estaban acostumbrados a adquirir trabajadores en ese estado, y solían curarlos y alimentarlos en su casa hasta que realmente estaban en condiciones de realizar las tareas del campo. Pero, incluso para los ojos del viejo propietario, el Niño sin Nombre presentaba un aspecto lamentable.
Entonces, y sin previo aviso, éste hizo algo inaudito: se puso a cantar. Era una canción ancestral nilidia que las ancianas solían cantar junto a las hogueras, y, aunque su voz sonaba como un grillo chillón, aquel sonido fue el más dulce que la pequeña Nicole había escuchado en toda su vida. Es más, al reconocer la tonada, el grupo entero de esclavos se puso a llorar amargamente, pues con cada nota venían a sus ojos imágenes del hogar perdido. La niña se acercó hasta él y le preguntó qué era lo que estaba cantando. Por toda respuesta, él entonó otra pieza, esta vez un agudo soniquete que había escuchado a los nómadas del desierto de Azura. Y después un estribillo rimado muy habitual en los puertos del río Isis. Y después una canción de cuna del norte de Nilidia.
A François Jervé y su hija les llevó un rato darse cuenta de que el niño no sabía hablar, y de que la única forma que tenía para comunicarse con el mundo era cantando. Los otros esclavos explicaron que el Niño sin Nombre era el último superviviente de una modesta aldea de montaña, una de las más pobres, ubicada al pie de una peligrosa cumbre donde solían producirse aludes casi a diario. Tan arriesgado era vivir allí que los lugareños se habían vuelto mudos, para evitar que ningún sonido desprendiera las rocas. En realidad sus gargantas estaban perfectamente bien, pero desde niños aprendían a guardar silencio por su propia seguridad. De modo que, cuando los esclavistas asaltaron el pueblo y raptaron a toda su gente, lo que más asombró al Niño sin Nombre fue la música. El contacto con otros pueblos lo dejó paralizado y, aunque nunca había aprendido a hablar, las canciones se grabaron a fuego en su cabeza. Así que, cuando su vida dependió de que pudiera comunicarse, la forma que se le ocurrió fue mediante música.
Lo demás es historia del mundo. La niña se quedó encandilada con la prodigiosa voz del esclavo, François Jervé lo compró y lo llamó Henri, y así dejó de ser un Niño sin Nombre. Procuró para él los mejores cuidados, lo alimentó y permitió que estudiara en su biblioteca junto a su propia hija —algo impensable en aquella época— y, con el paso de los años, le dio carta de libertad. Los esclavos casi siempre morían como esclavos, era inaudito que un terrateniente otorgara un premio así a un hombre negro. Pero Henri Jervé no era un hombre más, era un espíritu libre que había nacido para volar. El viejo terrateniente lo supo sólo con verlo, por eso lo acogió bajo su techo como si fuera otro de sus hijos. Años después, este niño mudo se convirtió en uno de los mayores estudiosos sobre la historia de África, aprendió de los maestros más importantes del mundo y, no sin esfuerzo, volvió a su tierra. Visitó Nilidia cuando ya era un hombre adulto, y Nilidia no había cambiado en absoluto. Las redes de esclavistas seguían actuando de la misma manera, los barcos seguían partiendo en dirección a América, ya no desde las islas de Pago, pero sí desde el puerto de Ranuhi. Los hombres seguían siendo mezquinos en aquel lugar, y su vieja aldea seguía desierta, con los cuerpos de muchos de los suyos abandonados a la intemperie, aquéllos que se habían resistido o habían sido desechados por los esclavistas.
Henri Jervé ya no pertenecía a aquel lugar, quizá realmente ya no pertenecía a ninguno, por eso escribió su autobiografía en 1605, para alertar a la gente de su tiempo de los horrores que se estaban cometiendo en África, y que aún tardarían mucho tiempo en desaparecer.
La esclavitud no sería erradicada por completo de Nilidia hasta su conquista por parte del Imperio británico en 1870. Las redes de esclavistas fueron perseguidas hasta que todos ellos acabaron en prisión o hundidos con sus monstruosos barcos negreros. El Ejército británico no tuvo piedad con ellos.
«El niño esclavo» es considerado como una de las mayores joyas de la literatura nilidia, y una copia de la primera edición descansa hoy en el Museo de Historia de Nilur, junto a textos tan importantes como las tablillas donde fue escrito el primer discurso de Yaiza Deleh, fundadora del moderno Estado nilidio (4). Henri Jervé fue uno de esos millones de africanos víctimas de la depredación de los conquistadores extranjeros, bien de los blancos europeos o de los otomanos. Hoy podemos decir que tal atrocidad se ha extinguido para siempre, pero sirva este pequeño homenaje para recordar que tales cosas ocurrieron hace no tanto tiempo, y no deben repetirse jamás.
REFERENCIAS
(1) El propio Allan Walker escribió una larga crónica acerca de estos hechos, mitad histórica y mitad fabulada, en su serial «Galeras nilidias», que también se puede consultar en esta página web.
(2) El envío de esclavos africanos al Nuevo Mundo comenzó ya en la primera mitad del siglo XVI y duró hasta el XIX. Fray Bartolomé de las Casas es considerado uno de los primeros instigadores de tal comercio, aunque se sabe que criticó con dureza las condiciones en que vivían los esclavos. La leyenda negra acerca del clérigo, con frases como la que nombra Allan Walker, parece haber partido de autores franceses del siglo XVIII. Recientes estudios apuntan a historiadores de esa época, que popularizaron la imagen del fraile defensor de los indígenas a costa de la venta de población negra.
(3) Son numerosos los trabajos en los que Allan Walker justifica la colonización europea en África. Hasta 1930, él creía firmemente que los pueblos africanos habían avanzado en su cultura gracias a los europeos. Por contra, criticaba con dureza la crueldad que muchos conquistadores habían demostrado, como Henry Morton Stanley. Walker exponía abiertamente en sus escritos las matanzas que realizaban el Ejército británico y el alemán, intentando así movilizar a la opinión pública occidental ante sus gobiernos. En este mismo sentido, Walker conoció en 1930 al profesor Taymullah Farûq, entonces cabecilla de la revolución nilidia, junto al que descubrió la verdadera naturaleza de la región y terminó por cambiar de parecer. A partir de entonces, Walker comenzó a abogar por la independencia de los pueblos de África, llegando incluso a entrevistarse con políticos europeos, lo que le puso en el punto de mira de los extremistas. Su destino final fue consecuencia de esto.
(4) Para conocer la historia completa de Yaiza Deleh, consultar «La reina demonio del río Isis», publicado en nuestro país por Editorial Trymar en noviembre de 2016.