Estos meses de verano estoy aprovechando para saldar viejas cuentas pendientes. Si ya di por finiquitados «La isla del tesoro», «Las minas del rey Salomón» y «El corsario negro», ahora le ha llegado el turno a la que está considerada como una de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos (en algunas listas, incluso la mejor): «Los tres mosqueteros».
Y con ésta me ha ocurrido como a muchos de los que la comentan en Goodreads (la gran red social literaria; si aún no la conocéis, os estáis perdiendo un magnífico lugar de encuentro para lectores): estaba tan influenciado por las muchas versiones cinematográficas y de animación que han ido apareciendo a lo largo de los años, que me resultaba difícil identificarme con la historia primigenia y hasta encontrarle la gracia. Yo crecí con la película de Gene Kelly, pero sobre todo con la impresionante serie de animación de los 80, «D´Artacán y los tres mosqueperros», una de las mejores que se han emitido nunca en este país (y no hablo desde la nostalgia, como sí podría hacer si alabara «El coche fantástico» o «El trueno azul», dos de mis series favoritas de chaval, pero que, siendo benévolos, «han soportado mal el paso del tiempo»). «D´Artacán y los tres mosqueperros» era una serie japonesa que transformaba a los personajes en animales antropomórficos y transmitía una preciosa lección de valentía, honor y caballerosidad. Los protagonistas eran perros dotados de una escala de valores tan elevada que todos sus enemigos sentían un profundo odio por ellos, confabulaban en su contra e intentaban acabar con sus vidas. Y a pesar de ello lograban salir con bien de sus entuertos e incluso encontraban tiempo para enamorar a bellas damas de la corte francesa. D´Artacán era un joven gascón que procuraba hacerse un nombre entre los laureados mosqueperros del rey, mostrando su arrojo en cualquier lance (aunque con desigual fortuna) y su amor sincero por Julieta, sobrina del señor Bonacieux (casero de D´Artacán) y dama de la reina Ana de Austria (la cual solía meterlos en unos cuantos apuros). Empezó a emitirse en 1981 en Japón y un año después en España, y todavía sigue dando vueltas en la actualidad por diversos canales. Francia, Portugal, Reino Unido, Perú, México, Brasil y Chile fueron otros de los países que también disfrutaron de esta simpática serie llena de buenas historias. Curiosamente, existe una secuela, «El retorno de D´Artacán», basada en la novela de Dumas «El vizconde de Bragelonne», y donde aparecen los hijos de D´Artacán y Julieta. Esta segunda serie se emitió en España en 1991 (¿y se puede saber dónde demonios estaba yo metido por aquel entonces, para no haberme enterado hasta ahora??).
Lo más curioso de este tema, y por lo que he decidido escribir un artículo, es que la novela no tiene mucho que ver con la serie, y esos preciosos valores de los protagonistas brillan por su ausencia. Los mosqueteros son pendencieros y problemáticos, gustan de los duelos a cada momento (aunque desde el principio la novela indica que en aquel tiempo eran ilegales), beben sin parar, comen sin freno y se inmiscullen en cuestiones privadas gracias al poder que les otorga el filo de su espada. Los malos, como es lógico, son aún peores, y conspiran para poner y quitar gobiernos, ordenan la muerte de sus propios soldados, envenenan, engañan y roban, para luego cambiarse de bando cuando el viento sopla en dirección contraria. Vamos, un gusto. Pero lo mejor sin duda son las relaciones amorosas. Dumas es el autor de los primeros culebrones de la historia, ni «Cristal» ni «Topacio» están a la altura del torrente de emociones desbocadas que aparecen en esta novela, mucho sexo y poco amor, que recuerdan instantáneamente al precioso programa de las sobremesesas españolas: «Mujeres y hombres y viceversa».
Vayamos por partes:
- Sí, D´Artagnan es un joven de Gascuña, nacido en una familia empobrecida pero de buen pasado, cuyo padre sirvió como soldado al rey Enrique IV de Francia. El chaval es enviado por el valiente progenitor a enrolarse en la Compañía de Mosqueteros del Rey, por lo que abandona la casa familiar y se muda a París en 1625, con una carta para el señor de Tréville, capitán de mosqueteros. A partir de ahí, todo son problemas: D´Artagnan se mete en un duelo en una taberna de la pequeña aldea de Meung (contra el conde de Rochefort, que será su antagonista en numerosas ocasiones), después se mete en tres duelos más contra otros tantos mosqueteros (Athos, Porthos y Aramis, también propensos a desenvainar el acero), a continuación éstos le acompañan para batirse contra los mosqueteros del cardenal Richelieu (un cuerpo paralelo al del rey, aún más liantes que éstos), y así todo el tiempo.
- En la novela no existe Julieta, sino Constance Bonacieux, que no es sobrina del buen casero Bonacieux, sino su esposa. D´Artagnan tontea con ella desde el principio, ella lo utiliza para que la salve de una conjura de palacio, Bonacieux la vende a Richelieu a cambio de salvar su pellejo y finalmente se olvida de ella, creyendo que se encuentra en un convento de Béthune, en Calais. Y así es, pero ni en ese lugar encuentra Constance la paz, pues los celos de Milady de Winter la llevan a envenenarla, y la joven muere en brazos de su enamorado (D´Artagnan, no su esposo, no nos confundamos).
- Milady es otro personaje que da para mucho: primero sedujo a un sacerdote y lo llevó a la horca por su sentimiento de culpa (razón por la que ella luce en el hombro la famosa flor de lis de los condenados), a continuación se casó con el conde de la Fère (el propio Athos, que desconocía el pasado de su esposa y al enterarse la repudió, pero secretamente aún la ama), después de él contrajo nupcias con el barón de Winter (y acabó con su vida), y ya durante la novela mantiene relaciones con el hermano de éste, con el duque de Buckingham (que además era el amante de la propia reina de Francia), con un siervo del duque (John Felton, quien será la mano ejecutora que asesina a Buckingham), con uno que pasaba por allí (el conde de Wardes, del que no sabemos mucho más allá de que trabaja como espía de Richelieu) y con el propio D´Artagnan. ¿Alguien da más?
- Y no son los únicos, porque Aramis es famoso por mantener aventuras con damas de la alta sociedad parisina, sobre todo las casadas, hasta que de pronto le entra el fervor religioso y abandona esa vida para entrar en un monasterio.
Un desmadre absoluto.
Que tiemblen los/as tronistas y los/as pretendientes/as de «Mujeres y hombres y viceversa», que no se han visto líos semejantes a los de esta gente ni en todas las temporadas del programa. Y si ellos tienen la Posada de las Ánimas, aquí hay unas cuantas posadas más, y siempre utilizadas para encuentros furtivos, más o menos explícitos.
Esta novela fue publicada a modo de folletín en 1844, en las páginas del periódico Le Siècle, y posteriormente como volumen único en el mismo año. Su popularidad fue enorme, hasta el punto de generar una imagen universal de los mosqueteros y numerosas adaptaciones, más o menos fieles (once películas entre 1921 y 2011 y una serie de imagen real; y tres películas de animación y cuatro series, a cuál más disparatada; incluso existe un juego para dos llamado «Los tres mosqueteros», que se parece bastante a las damas). Curiosamente, el elemento en el que menos se parecen todas las adaptaciones al original es justo en esta sucesión de líos de faldas, que transforman en conspiraciones contra la Corona, algo mucho más digerible por el público general. De hecho el propio Alexandre Dumas adaptó a su vez la realidad histórica a su antojo en todas las novelas, reflejando hechos de su propia vida y de la de su padre (el célebre Conde Negro, del que ya se conocen detalles muy, muy interesantes), como sus amoríos, sus habilidades como espadachín y sus frecuentes fiestas, que acabaron por arruinarle. «Los tres mosqueteros» está lejanamente basado en el libro «Les mémoires de M. d´Artganan», de Gatien de Courtilz de Sandras, que Dumas versiona a su antojo: D´Artganan es la adaptación libre de Charles de Batz-Castelmore, conde de Artagnan; Athos, de Armand Athos, señor de Sillègue; Porthos, de su primo Isaac de Porthau; Aramis, de Henri d´Aramitz; y así sucesivamente con el cardenal Richelieu, el rey Luis XIII y la reina Ana de Austria… y sí que es cierto que se rumoreaba ya en aquel tiempo que George Villiers, duque de Buckingham, había tenido relaciones con la reina Ana, como también plasma Charles Dickens en su obra «A child´s history of England». Aunque de hecho Villiers ocupaba entonces el cargo de primer ministro por haber sido antes amante del rey Jacobo I, que se volvió loco por él nada más verlo (no sin razón le llamaban «el cuerpo mejor formado de Inglaterra»), y también es el Buckingham que aparece en la primera novela de la serie de «El capitán Alatriste» (y que en televisión interpretó el actor William Miller). En la realidad, Villiers murió en efecto asesinado por John Felton, que lo apuñaló junto al Támesis, aunque no a causa de la seducción de Milady de Winter, como afirmaba Alexandre Dumas.
Dumas fue un viajero pertinaz, publicando frecuentes diarios de sus viajes que fueron muy del gusto del público (y de paso colaborando materialmente con Garibaldi durante esos viajes). Escribió más de 300 obras, logró el éxito en su tiempo y el reconocimiento del público, y desde 2002 descansa en el Panteón de París junto a Voltaire, el matrimonio Curie, Víctor Hugo o Zola, entre otros. Durante el acto de homenaje, dijo el presidente francés Jacques Chirac: «Con usted, nosotros fuimos D’Artagnan, Monte Cristo o Bálsamo; recorrimos las calles de Francia, participamos en batallas, visitamos palacios y castillos; con usted, nosotros soñamos…».
¿Soñamos con damas casadas, esposas de caseros o malvadas seductoras? ¿O tal vez con espadachines broncos y juerguistas?
Puede ser… Esto es la novela de aventuras, al fin y al cabo, ¿no?
Y ésta es , para muchos, la mejor novela de aventuras de todos los tiempos. Que nadie se la pierda, si sabe lo que vale la pena.
Más aventura, más historia y más locuras antiguas en este enlace.
Pingback: Lecturas veraniegas: «Tarzán de los monos» y «El regreso de Tarzán», de Edgar Rice Burroughs, o por qué llegué a echar de menos a la mona Chita. – Gabriel Romero de Ávila