Ilustración de portada a cargo de Neal Adams.
Mañana se acaba el verano, así que tenía que darme prisa en publicar este artículo (después esta sección pasará a llamarse «Lecturas otoñales», como es lógico).
El escritor y dibujante John Byrne llamaba «el síndrome de Mickey Mouse» (ver esta entrada en su web) al hecho de que ciertos personajes populares reescriban su historia para adaptarse a los nuevos tiempos, manteniendo así su popularidad. James Bond ha dejado de fumar, Batman no lleva pistolas (lo que lo aleja de su referente más completo, el personaje pulp The Shadow) y Tarzán… bueno, lo de Tarzán da para todo un artículo.
El personaje de Tarzán nació en 1912 en las páginas de la revista pulp All Story Magazine, obra del escritor de Chicago Edgar Rice Burroughs, y su historia inicial sería publicada en forma de novela dos años después. La popularidad del personaje fue inmediata, llevando al autor a continuarla hasta crear un ciclo de 27 novelas, la última de ellas publicada en 1995 a partir de un fragmento inconcluso que continuó el escritor de Texas Joe R. Landsdale (Chicago y Texas distan más de mil kilómetros, pero Landsdale consiguió acercarse lo bastante a la peculiar prosa de Burroughs como para que no se notase la diferencia de estilos. La única vez que yo escribí algo a medias con otro autor, el resultado nunca salió publicado, nos timaron un montón de dinero y la editorial se esfumó como por un sueño… pero ésa es historia para otro día, que hoy me he levantado de buenas).
Y además el hombre-mono ha sido uno de los personajes más versionados de la Historia, con una presencia casi constante en otros medios. En 1918 apareció su primera película, muda, con el actor Elmo Lincoln interpretándolo. Lincoln fue un prolífico actor que llegó a aparecer en más de treinta películas entre 1913 y 1952, pero es conocido sobre todo por haber sido el primer Tarzán cinematográfico de la historia: en «Tarzan of the apes» (1918), en «The romance of Tarzan» (1918) y en el serial de quince capítulos «The adventures of Tarzan» (1921); estos trabajos, y otros como una versión muda de «La isla del tesoro» en 1918, le valieron la distinción de una estrella con su nombre en el Paseo de la Fama de Hollywood. Curiosamente, tras él vinieron Dempsey Tabler, James Pierce y Frank Merrill, siendo éste último quien protagonizó el primer film sonoro del personaje, «Tarzan, the tiger», en 1929, pasando a engrosar la lista de actores que perdieron su trabajo con la llegada del cine sonoro, ya que su voz resultaba «desafortunada para el personaje» (fueron muchos los actores que no pudieron sobreponerse a la reconversión de la industria del cine, como puedes ver en esta lista). Después llegó el más famoso de todos, Johnny Weissmüller, pentamedallista olímpico de natación y hombre-mono en doce películas.
La mayoría de lo que el público general sabe sobre Tarzán proviene del ciclo de películas protagonizado por Weissmüller, desde «Tarzan, the ape man» (1932) hasta «Tarzan and the mermaids» (1948): el hombre-mono era representado como un salvaje fornido y sin vello en el cuerpo, criado por monos, vestido con taparrabos y de escasa capacidad para el lenguaje, a pesar de los esfuerzos del resto de personajes. Su vocabulario consistía en unas pocas palabras sueltas, frases mal construidas y varios infinitivos que servían para todo (es mítico el diálogo «Yo Tarzán, tú Jane», que en realidad nunca fue pronunciado tal cual, pero que ilustra sus incoherencias verbales). Del mismo modo, su actitud hacia el mundo civilizado era hostil, con una nula habilidad para integrarse y un rechazo a la mayoría de cuestiones relacionadas con los blancos que se internaban en su selva. Tarzán era un hombre-mono verdadero, y su hábitat era la jungla africana, en concreto una enorme cabaña sobre las ramas de un árbol, que construyó como nido de amor para su querida Jane Porter, y donde también vivió el hijo (adoptivo) de ambos, Boy. La relación entre Tarzán y Jane era equívoca, sin que pasaran por el altar y con ella dedicada a las tareas del hogar pero en la selva, limpiando el polvo en la cabaña africana, vestida con un pudoroso bañador de piel. Como no podía demostrarse en pantalla que mantuvieran relaciones sexuales, no podían tener hijos, de modo que los guionistas repitieron el accidente de los padres de Tarzán y la pareja salvaje encontró a un pequeño entre los restos de un avión caído en la selva, lo adoptaron y lo llamaron «Boy» (para qué darle un nombre o, mejor aún, un apellido, pudiendo ponerle sólo un mote).
Pero sin duda el mejor personaje de esta época es la mona Chita. Dado que tampoco podían representar en el cine la violencia y el erotismo de las novelas originales de Burroughs, los guionistas le dieron un componente cómico para toda la familia, con un pequeño monito / monita (su sexo nunca estuvo claro, y en unas películas se dijo que era macho y en otras hembra) que servía para hacer gracietas, transportar mensajes o guiar a otros animales hasta Tarzán (ese elefante que siempre le salvaba en el momento más peliagudo). Además, con la llegada de Boy, Chita se convirtió en su mascota, y la selva pareció más bien un patio de juegos donde el peligro no era para tanto. Desde 2004 existe una petición mundial para que le sea otorgada a Chita una estrella en el Paseo de la Fama, incluso recogiendo firmas en Internet, pero de momento no ha tenido éxito.
Después de Weissmüller ha habido muchos más Tarzanes, desde la versión erótica de Miles O´Keeffe y Bo Derek («Tarzan, the ape man», de 1981), la purista y burroughsiana de Chistopher Lambert («Greystoke, the legend of Tarzan, lord of the apes», de 1984), las de animación (Disney creó varias películas y series de televisión, con mucho más contenido para niños, pero versionando también algunos conceptos de las novelas originales, como la ciudad perdida de Opar) y la última de todas, «The legend of Tarzan», protagonizada en 2016 por Alexander Skarsgard y Margot Robbie, en la que por primera vez se explora en toda su crudeza el horror de la esclavitud sufrida en el territorio del Congo durante el reinado de Leopoldo II de Bélgica. Que fue mucho.
Bueno, en realidad la última versión no ha sido ésa, sino una serie de animación por ordenador de Netflix, estrenada en junio de 2017, y cuyo tráiler podéis ver en este enlace.
Pero entonces, ¿ése es el verdadero Tarzán? ¿O cuál es el verdadero? ¿Es el de los cómics, dibujados por genios como Hal Foster o Burne Hogarth?
Ésta siempre es una pregunta complicada, ya que cada personaje es fruto de su época original y de todas las que la siguieron, y los únicos personajes que no se adaptan a los nuevos tiempos son los que desaparecen. El Superman de Jerry Siegel y Joe Shuster no se parece mucho al de Mort Weisinger, ni al de John Byrne, ni al de Jim Lee, porque cada uno es producto de su tiempo y de todas las versiones anteriores a él. El James Bond de Ian Fleming se parece al de Sean Connery, pero también al de Daniel Craig, aunque entre ambas versiones disten 50 años.
Así que, habiendo conocido ya el concepto del «síndrome de Mickey Mouse» y sus consecuencias (ya hablé de eso en este artículo sobre «Los tres mosqueteros» y lo poco heroicos que eran en realidad), este verano decidí tener base para opinar por mí mismo y leí de un tirón «Tarzán de los monos» y «El regreso de Tarzán» (antes había leído «Thuvia, doncella de Marte», así que este veranito llevo una notable dosis de Burroughs en vena).
Y menuda sorpresa me he llevado.
Siempre leí que las mejores novelas de Burroughs eran las del ciclo marciano, bastante mejores que las de Tarzán, a pesar de que éste último sea mucho más famoso, y temo que es cierto. Frente a las guerras maravillosas y las escenas prodigiosas que protagoniza John Carter, lo de Tarzán no pasa de simples escaramuzas en la selva, y la mayoría de situaciones se resuelven de forma rápida, anticlimática y casi siempre por azar. Cuando alguno de los personajes naufraga en cualquier punto de la costa africana, nunca dista mucho de la cabaña de los padres de Tarzán. Cuando alguien está en peligro, el hombre-mono siempre anda por las cercanías de manera casual, sin una justificación clara, y siempre en el momento preciso en que la fiera salta hacia su pobre víctima o el puñal está a punto de descender. Por favor, Edgar… ¿No se te ocurrió nada más brillante? O mejor dicho, ¿no se te ocurrió nada más?
Pero analicemos por partes, en cada uno de los elementos básicos de las novelas de aventuras: los personajes, el entorno narrativo y la trama.
Ilustración de la ciudad perdida de Opar a cargo de Joe Jusko
- Los personajes siempre son memorables, arquetípicos. Burroughs construye el paradigma del «buen salvaje» criado por bestias, similar a Rómulo y Remo o a Mowgli. Además, con Tarzán como vehículo, el autor critica «desde fuera» a la sociedad de finales del siglo XIX y principios del XX, mostrando el salvajismo que ésta presenta aunque lo disfrace de civilización (algo parecido a lo que hiciera Robert E. Howard con sus relatos de Conan o Aldous Huxley en «Un mundo feliz»). Por contra, la jungla aparece como un entorno sencillo en el que los enemigos se muestran a las claras: Kerchack el simio, Bolgani el gorila, Numa el león o Sabor la leona. Tarzán es una amalgama de orígenes, pues lo mismo actúa como una bestia salvaje luchando entre árboles que se proclama rey de las tribus aborígenes o viaja a Europa y América como un lord inglés. Su dominio de los idiomas es formidable, así como su capacidad de mimetización, siendo capaz de integrarse en cualquier país, aunque pocos le hacen tan feliz como su selva de origen, a la que regresará una y otra vez. Por tanto, nada que ver con el bruto de los monosílabos que personificó Johnny Weissmüller (y, a partir de su interpretación, muchos más). Por desgracia, sus secundarios y villanos decaen muchísimo respecto a la figura principal, y Jane es sólo una damisela en apuros, el profesor Porter es un chiste y Nikolas Rokoff es malo porque sí. No hay matices ni complejidad en esos personajes, cuyas andanzas se viven con hastío a través de las páginas. Y no sale Chita. No hay ninguna Chita en las novelas, tan sólo el personaje de Nkima, un chimpancé que acompañaba a Tarzán y también se dedicaba a hacer gracietas, pero no vería la luz hasta la novela número 12, «Tarzan and the lost empire» (1928). Por tanto, aún no había humor en el ciclo selvático de Burroughs, y los personajes en general eran serios, hieráticos y con escasísimo trasfondo. Vamos, clichés con patas (y si creéis que eso se debe a la época en la que fueron escritas las novelas, o al medio en que aparecieron, recordad que Robert Louis Stevenson, Alejandro Dumas y Lovecraft también escribieron en folletines y revistas pulp, y sus personajes, sobre todo los villanos, eran un ejemplo de cómo debe trabajar un escritor).
- El entorno narrativo es fantasía pura. No esperéis una descripción realista de animales y plantas (Burroughs no es Salgari), sino que la selva de Tarzán es representada de manera tan ficticia como el propio Marte de John Carter: simios con capacidades similares a las humanas (los mangani, que son los que crían a Tarzán), bestias que se comunican entre sí con un lenguaje elaborado, ciudades perdidas provenientes de la Atlántida, mundos subterráneos donde aún perviven dinosaurios, tribus caníbales… Uno de los mejores ejemplos es la ciudad perdida de Opar, impresionantes ruinas colmadas de oro y diamantes donde habita una raza de hombres simiescos y mujeres bellísimas, que realizan sacrificios humanos al Dios Sol. Y éste también es el ejemplo de cómo desperdiciar una gran idea inicial: los oparianos no dan juego ninguno, la gran sacerdotisa La es otro cliché y la situación se resuelve de modo zafio, incluso ridículo, desmereciendo las inmensas posibilidades que tenían. Si «Las minas del rey Salomón» se resuelve deprisa y corriendo, esto ya es de traca.
- Y por último la trama, que es donde más flaquea Tarzán. Si la trilogía inicial de John Carter («Under de moons of Mars», «The gods of Mars» y «The wardlord of Mars») es una crítica feroz a las diferencias raciales, las guerras religiosas y las mundiales, respectivamente, en la serie de Tarzán no hay ningún trasfondo de este tipo. Existe una tímida comparación entre el supuesto salvajismo de la selva y la pretendida civilización de los hombres blancos, mientras el personaje vaga por el mundo sin saber cuál es su lugar, aprendiendo tanto de las tribus negras como de los nómadas del desierto del Sáhara o de los soldados europeos. Pero nada más. El resto es vagar, no sólo el personaje sino la trama en sí. Lo mismo hay elementos de espionaje que de aventura o de exploración, pero sin saber realmente lo que quiere contar, o a dónde pretende llevar al héroe. La primera novela sí cierra un círculo completo (desde la llegada de lord y lady Greystoke a la costa africana hasta el conocimiento de Tarzán de ser su heredero y a la vez su negativa a asumir el título, cuando le preguntan por su origen y él, de manera muy demostrativa, responde: «Mi madre fue Kala, una mona y, como es lógico, no pudo contarme gran cosa acerca del asunto. Nunca llegué a saber quién fue mi padre»). Sin embargo, su secuela no hace más que embrollar más el asunto con tal de conseguir un final feliz, y la aparición de la ciudad perdida de Opar más parece una ocurrencia de última hora para terminar una novela que antes no sabía cómo hacerlo que una idea que estuviera en la trama desde el principio. Viajes y aventuras que se presentan como vaivenes incoherentes de una trama cogida con alfileres, y a la que le falta humor, buena resolución y sobre todo un timonel que sepa marcar el rumbo. Es una historia que más parece un barco a la deriva que una novela.
Así que terminé por echar de menos a Chita, a Boy, el sentido del humor tonto de los años 30, la cabaña en el árbol y el bañador de piel de Jane. Todas esas cosas ridículas que de niño te parecían formidables, aunque entonces las tramas fueran igual de incoherentes. Eché de menos que la historia me fascinara, porque sé que el personaje ya lo hizo desde siempre. Y sobre todo eché de menos divertirme, lo cual, en una novela de aventuras, es absolutamente imperdonable.
Imagen de Alexander Skarsgard como Tarzán en «The legend of Tarzan»
Moraleja:
Si vas a las fuentes de los héroes que disfrutaste de niño, lo más probable es que no los reconozcas en absoluto.
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