Un poco de polémica: acerca del apropiacionismo, la muerte del autor, Photoshop y las redes sociales.

banksy

Apropiación de la Gioconda de Banksy

 

Estos días ha saltado a la opinión pública un debate curioso que ha incendiado las redes sociales (verdadero circo romano donde las fieras devoran a todo el mundo sin distinción. Y si a ti no te han devorado, es que no eres importante): el «apropiacionismo vs plagio». Dicho así, suena un poco snob, como de debate sesudo en un café de artistas, pero intentemos hacer un poco de resumen y ver de dónde han salido estas cosas (y no, no pienso opinar sobre el dichoso cartel).

Uno de los conceptos que más interesantes me resultan es el de la «muerte del autor». A finales de los años 60 surgió esta teoría que abogaba por darle menos importancia al autor que a su obra, y no poner el foco sobre lo que se supone que el creador pretendía transmitir sino sobre lo que la obra transmite a cada persona concreta. Pensadores como Michel Foucault, Roland Barthes y Jacques Derrida defendían que cada obra artística es el compendio de infinitos conceptos previos: el pasado del autor, sus prejuicios, sus valores, sus conocimientos, sus expectativas, sus lecturas, su sensibilidad, su empatía… Es la unión de todas las obras previas que ha habido en la Historia, de modo que una obra concreta no sería más que un montón de citas y revisiones de conceptos mucho más antiguos. Del mismo modo, la relación del público con la obra tampoco es lineal, sino que cada persona la percibe de manera diferente, en función de su pasado, sus prejuicios, sus valores, sus conocimientos…

Durante la época medieval y moderna se entendía la creación de una obra de forma absolutamente lineal y unívoca: creador – obra – público. La recepción de la obra constituía un acto pasivo en el que el lector / observador / crítico cumplía tan sólo el papel de interpretar lo que el autor quería decirle, y no había lugar a más debate.

Roland Barthes

Sin embargo, lo que defienden estos pensadores es que lo importante no es el libro como objeto, como posesión, como creación (lo cual proviene de la época del nacimiento del capitalismo, con el reconocimiento de la propiedad privada y la posibilidad de lucrarse con ella), sino el texto como ente propio, independiente, mucho más decisivo que el autor. Es decir, si la obra proviene de infinitos orígenes distintos, ¿qué valor tiene por sí mismo el autor, que ya no crea sino reinterpreta, ya no es fabricante sino demiurgo? Y además, el receptor tampoco será pasivo, sino que su función será englobar lo que percibe a su propio bagaje. El texto crece y evoluciona, alejado ya del concepto inamovible del libro y más próximo a aquellas narraciones orales de nuestros ancestros, cuando la sabiduría se transmitía de boca a oreja en torno a una hoguera, y cambiaba conforme la contaba cada uno. El receptor se transforma en emisor y el mensaje ya no está grabado en piedra.

El autor ya no es el centro de la relación, sino que lo son el texto y el lector, mediante las emociones que el primero provoca en el segundo.

Hace no mucho colgué en mi página de autor de Facebook un artículo muy interesante sobre cómo cambia tu percepción de una novela tan fascinante como  «La isla del tesoro» según a qué edad la leas (o releas). Habría que añadir a esa ecuación las muchas versiones que se han realizado a través de las décadas, cada una con sus propias connotaciones de época, valores, interpretaciones del guionista y del director…

Las historias cambian, o si no, desaparecen por completo. Batman, Tarzán, James Bond o Henry Jekyll no son los mismos que cuando aparecieron por primera vez, se han visto transformados por el mundo al que pertenecen e, igual que él, evolucionan. Es lo que el autor John Byrne llama «el síndrome de Mickey Mouse», o cómo los personajes se reescriben para adaptarse a los gustos de las nuevas eras. Pero esto no se ha inventado ahora: el Imperio romano creció englobando la cultura de las regiones por las que iba pasando (y así los dioses griegos se transformaron en romanos), y algo parecido hizo la Iglesia católica (fijando la fecha del nacimiento de Jesús durante el solsticio de invierno, o reconvirtiendo los cultos a la Diosa Madre en los de la Virgen María).

Curiosamente, estos conceptos han sido mucho más entendidos en el campo de la investigación científica (donde ya no importa tanto la autoría concreta de un descubrimiento como la evolución del conocimiento de la humanidad, que se entiende como un continuo) que en la literatura (donde quizá seguimos anclados a conceptos viejos).

Esto entronca con el clásico debate de si debemos conocer al autor para entender su obra. ¿Hasta qué punto la biografía, comportamiento u opiniones de un autor deben mediatizarnos a la hora de juzgar su obra? Recordemos las famosas declaraciones homófobas del prestigioso escritor Orson Scott Card, que sirvieron para que DC Comics le retirara un contrato por el que iba a escribir la colección de Superman.

Superman.jpg

Fotograma de la película «El Hombre de Acero», última versión (por ahora) del mito del héroe de Krypton

 

Todo esto, como es lógico, ha llegado a extremos mucho mayores con la irrupción de las nuevas tecnologías. Las obras empiezan a estar a disposición de todo el mundo, ya no son únicas ni exclusivas de una minoría elitista. Cualquiera puede descargar en su móvil casi cualquier novela imaginable (por vías legales o ilegales), al mismo tiempo que cuelga sus propias creaciones; mientras que, en el lado contrario, los autores se convierten en personajes, por medio de su permanente interacción en redes sociales. Autores accesibles, contestatarios, que opinan sobre la actualidad y acaparan el foco de atención, muchas veces como pura estrategia de marketing. El texto vuelve a convertirse en libro y éste en dinero, y el autor tiene nombre y apellidos.

De modo que quizá sea hora de jugar, de desmantelar el lenguaje como hace Baricco y darle una nueva virtud. Quizá sea hora de darle más importancia a las ideas y valores, y menos a los egos.

Curiosamente (o no, si prestamos atención a lo que dice Barthes en este artículo), muchas de estas ideas ya estaban plasmadas en «La reina demonio del río Isis», mi novela, que salió a la venta en noviembre pasado. Allí se narra el intento de invasión de la nación de Nilidia en 1852, pero contado desde la perspectiva (abiertamente falseada) de un escritor de 1930. Así, se establecen cuatro épocas diferentes para la misma historia: lo que ocurrió en verdad en 1852, lo que se cuenta de eso en 1930, lo que interpretó el lector en 2016 y lo que interpreta ahora. Del mismo modo, por las calles de Nilidia se entrecruzan personajes reales con otros ficticios, de distintas épocas: el sultán Solimán el Magnífico, Hemingway, Allan Quatermain y la bruja Anofis existen en el mismo universo (ideaverso, diría Alan Moore) y, cada uno en su tiempo, interaccionan con la tierra nilidia para conformar una historia.

La reina

Una historia que firmo yo, claro, pero que proviene de muchas fuentes fácilmente reconocibles.

Juguemos a desmantelar, a deshacer y rehacer a nuestra conveniencia. Seamos libres.

Más opiniones locas y sin duda intrascendentes, en este enlace.

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