Estos días celebramos en Vigo la llegada a nuestra ría, hace 150 años, del «Nautilus», el mítico submarino que surcó durante unos diez meses las aguas del Índico, el Mediterráneo, el Atlántico e incluso ambos Polos, en las páginas de la novela «20.000 leguas de viaje submarino». Sin embargo, ¿quién era el hombre que mandaba esa terrible máquina, el científico y vengador que utilizaba el nombre de Nemo? ¿Qué tragedia lo había conducido a esa vida?
En 1869, el escritor Jules Verne publicaba «Vingt mille lieues sous les mers», que había de convertirse en una de sus obras más conocidas, más veces adaptadas a otros medios y más presentes en el imaginario popular. Verne está considerado como el segundo autor más veces traducido a otros idiomas —sólo superado por Agatha Christie—, y casi cualquier persona conoce algún detalle sobre Nemo y el «Nautilus». Pero ¿quién era en realidad? ¿Y por qué hacía lo que hacía?
En las páginas de la novela hay diversas escenas en las que el submarino aparece atacando buques de guerra de distintas nacionalidades, apoyando la independencia de Grecia respecto a Turquía o enriqueciéndose a costa del expolio de los tesoros sumergidos. Pero Nemo no era un pirata al uso: Nemo era más bien un científico, un investigador, un sabio de la vida submarina e inventor de una tecnología futurista que empleaba para sus fines. Gracias a sus amplios conocimientos, había desarrollado una nave portentosa, sorprendentes armas eléctricas, escafandras novedosas y motores de una potencia desconocida. Pero su fin primordial no era la conquista ni la venganza, sino la exploración de las profundidades, almacenando en su biblioteca conocimientos extensísimos acerca de la flora, la fauna y la intervención del hombre sobre el mar. Así, nadie en todo el mundo sabía tanto acerca de las incontables variedades de peces, acerca de la localización exacta de pecios desaparecidos hacía siglos o incluso de la ubicación del mítico continente de la Atlántida como el capitán Nemo. Organista, escritor, capaz de hablar y leer en toda clase de lenguas, y dotado de una sorprendente cultura clásica.
Y sin embargo, en «20.000 leguas de viaje submarino» no hay demasiadas pistas acerca del origen de Nemo, ni tampoco de su destino. Sabemos que la crueldad de los grandes imperios terminó con su familia y sus sueños de una existencia pacífica, lo que le llevó a romper para siempre con el mundo terrestre y aislarse de la humanidad, a la que consideraba una lacra. Renunció a su vida anterior e incluso a su nombre, y sólo en los momentos de mayor angustia volvían a su mente los funestos recuerdos. Asumió el nombre de Nemo, que nos conduce a aquel pasaje de «La Odisea» en el que Ulises le decía a Polifemo:
«—¡Ciclope! Preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.»
Así, el científico se convirtió en Nadie, en un ser de las profundidades, que sólo a ellas se debía. Y sin embargo no deseaba que sus conocimientos se perdieran. Durante toda la novela, Nemo no mostraba respeto por hombre ni nación alguna, salvo por la ciencia en sí misma y por el profesor Pierre Aronnax —narrador de la historia—, a quien enseñó sus muchos logros. Pero, cuando los barcos armados se dedicaron a cazarle por cualquier mar y cualquier territorio, Nemo fue consciente de su propia mortalidad, de la derrota del científico frente al guerrero, y marchó hasta su nuevo amigo a decirle:
«—He aquí, señor Aronnax, un manuscrito escrito en varias lenguas. Contiene el resumen de mis estudios sobre el mar y, si Dios quiere, no perecerá conmigo. Este manuscrito, firmado con mi nombre, completado con la historia de mi vida, será encerrado en un pequeño aparato insumergible. El último superviviente de todos nosotros a bordo del Nautilus lanzará ese aparato al mar. Irá a donde quieran llevarle las olas.»
Un manuscrito hallado en una botella, como el de Poe —treinta y seis años después—. Ésa era la justicia de Nemo respecto a toda su obra, a los logros de sus años de investigación. Y en realidad era el más justo de los desenlaces, pues este ser de las profundidades hacía ya tiempo que había dejado de considerarse humano, y nunca podría haber regresado a tierra firme. Su viaje vital no tenía regreso posible, como ocurre con los hombres cuya grandeza les hace dejar de serlo —algo así como el temido y solitario Henry Morgan que retrata Steinbeck en «La taza de oro»—. Nemo es más que el investigador que creó el «Nautilus»: es una leyenda, un coloso, un camino sin retorno. Y su lema estaba escrito por todo el submarino:
«Mobilis in mobili»
Tendría sentido preguntarse si habría algo más que añadir a la historia de este personaje, si realmente importaba algo conocer los detalles de su origen. Jules Verne los explicó en el desenlace de «La isla misteriosa», novela de 1874:
«El capitán Nemo era un indio, el príncipe Dakkar, hijo de un rajá del territorio entonces independiente del Bundelkund y sobrino del héroe de India, Tippo–Saib. Su padre lo había enviado a Europa a la edad de diez años, a fin de que recibiera allí una educación completa y con la secreta intención de que pudiese luchar un día, co
n las mismas armas, contra los que él consideraba opresores de su país. (…)
El príncipe Dakkar viajó por toda Europa. Su cuna y su fortuna le abrían todas las puertas, pero los placeres mundanos nunca le atrajeron. Pese a su juventud y su apostura, era un hombre serio, sombrío, devorado por la sed de aprender y por un implacable resentimiento arraigado en el corazón.
El príncipe Dakkar odiaba. Odiaba al único país en el que no había querido poner nunca los pies, a la única nación cuyas proposiciones rechazó constantemente; odiaba a Inglaterra, y tanto más cuanto que en muchos aspectos la admiraba.
Este indio reunía en su persona todos los odios feroces del vencido hacia el vencedor. (…)
Por eso, en el año 1849, el prícipe Dakkar regresó a Bundelkund. Se casó con una noble india cuyo corazón sangraba como el suyo ante las desgracias de su patria. T
uvo dos hijos a quienes quería con ternura. Pero la felicidad doméstica no podía hacerle olvidar la servidumbre de la India. Esperaba una ocasión y ésta se presentó. (…)
En 1857 estalló la gran rebelión de los cipayos, cuya alma fue el príncipe Dakkar. Él organizó el inmenso levantamiento. Puso su talento y sus riquezas al servicio de esa causa. (…)
El nombre del príncipe Dakkar se hizo entonces famoso. El héroe que lo llevaba no se escondió y luchó abiertamente. Pusieron precio a su cabeza y, si bien no encontraron a ningún traidor que la entregara, su padre, su madre, su esposa y sus
hijos pagaron por él antes incluso de que pudiera enterarse de los peligros que corrían por su causa.
El derecho, una vez más, había sucumbido ante la fuerza. (…)
El príncipe Dakkar, que no había podido encontrar la muerte, regresó a las montañas de Bundelkund. Allí, ahora solo, dominado por una inmensa repugnancia hacia todo cuanto se llamaba hombre, lleno de odio y de horror hacia el mundo civilizado, decidido a apartarse de él para siempre, vendió los bienes que le quedaban, reunió a u
na veintena de sus más fieles compañeros, y un buen día desaparecieron.»
Y así el hombre se esfumó y nació Nemo, y dio comienzo el mito que recorrería el mundo entero, siempre bajo el mar.
Y fue en «La isla misteriosa» donde el capitán Nemo halló su final, muriendo por causas naturales como último viajero del «Nautilus», después de treinta años como su capitán, y pidiendo yacer en él por toda la eternidad.
«Un último destello brilló en esas pupilas de las que tantas llamas habían brotado en otros tiempos y expiró dulcemente murmurando estas palabras: “¡Dios y Patria!”.»
Estos días recordamos que Nemo se acercaba a nuestra ría hace 150 años, y sería, como muchos de sus viajes, una misión de paz, estudio e investigación, aderezada con algo de acción y mucho de aventura. Como todas las historias que, magistralmente, soñaba el genio de Nantes. Una historia eterna y un personaje que nunca se alejará demasiado de nosotros.