Píldoras de historia: El día en que murió Sherlock Holmes

«El problema final».
Ilustración de Sidney Paget.

Hoy se cumplen años del fatídico día en que murió Sherlock Holmes, o por lo menos que Conan Doyle intentó acabar con su vida. Era un 4 de mayo de 1891 cuando Holmes y su enemigo, el profesor Moriarty, se despeñaban por las cataratas de Reichenbach, en Suiza, para desaparecer por completo del mundo. Atrás quedaban años de investigaciones criminales en ayuda de Scotland Yard, al parecer desde la universidad, y dejando constancia de ello desde 1881, cuando empezó a compartir piso con el doctor John H. Watson, en el famoso 221 B de Baker Street. Watson se convertiría en su cronista más importante y albacea de la mayoría de sus casos, incluyendo el último.

La muerte de Holmes apareció en el relato «El problema final», publicado en diciembre de 1893 en la revista The Strand Magazine. Fue la manera urdida por Arthur Conan Doyle para eliminar al personaje, del que estaba harto, y centrarse en la creación de novelas históricas, que a sus ojos tenían mucho más valor literario que esos relatos policíacos. De modo que imaginó un villano que estuviera realmente a la altura del héroe, el único capaz de terminar con su vida. Se trató del profesor James Moriarty, un matemático convertido en genio del crimen por voluntad propia, capaz de liderar una sociedad secreta que abarcaba la mayoría de actos delictivos de Inglaterra. Un «Napoleón del crimen», como lo describió el propio Holmes, y también lo que él mismo podría haber llegado a ser si hubiera dedicado sus facultades mentales a obtener un beneficio personal. Moriarty era su contrapartida maligna, a la manera de muchos villanos de la ficción, que acaban siendo los archienemigos del héroe.

En el relato, el gran criminal se enfrentaba a Holmes por toda Europa, ataque tras ataque, conspiración tras conspiración, en un duelo personal que solo podía terminar con la muerte de ambos. Ellos dos estaban igualados en cualquier clase de habilidad intelectual, eran el original y el reflejo, y por eso su enfrentamiento —por otra parte, inevitable—, no podía resolverse con la victoria de ninguno. El encuentro definitivo tendría lugar en las cataratas de Reichenbach, en Suiza. Holmes y Watson acudieron allí en su viaje, seguidos de cerca por Moriarty. A su llegada a las cataratas, un chico de la zona avisó al doctor de que debía regresar al pueblo, porque había una mujer muy enferma que necesitaba su ayuda. Ambos sabían que aquello era falso y que se trataba de un argucia del profesor para quedarse a solas con su enemigo, pero Watson no se podía negar, en su condición de médico, de modo que dejó solo a su amigo. A su llegada al pueblo, descubrió que no había tal mujer y regresó a toda prisa a las cataratas, pero ya era tarde. No había rastro de Holmes y sí dos pares de huellas que conducían hasta el borde del precipicio. Allí encontró un papel escrito por el detective, en el que se despedía de él.

«Mi querido Watson, le escribo estas líneas gracias a la cortesía del señor Moriarty, que me ha dejado elegir el momento para discutir por última vez cuestiones que se interponen entre nosotros. Me ha hecho un breve resumen de los métodos que ha seguido para esquivar a la policía inglesa y mantenerse al tanto de nuestros movimientos. Estos confirman la ya muy alta opinión que me había formado de sus habilidades. Estoy contento de saber que podré librar a la sociedad de los efectos de su presencia, aunque me temo que sea a un precio que supondrá un gran dolor para mis amigos y en especial, mi querido Watson, para usted».

Retrato de Sherlock Holmes, por Sidney Paget.

La solución era obvia: Holmes y Moriarty se habían enfrentado sobre el abismo y finalmente habían caído juntos.

Este relato muestra perfectamente la naturaleza del personaje. Solo alguien tan frío, inteligente, calculador y falto de empatía como él podría haber sido capaz de matarlo, y justamente hacerlo lejos de su hábitat natural, de su Inglaterra victoriana, donde había desarrollado sus años como detective. Además, enfrentado al poder de la naturaleza, que supera con mucho incluso al más capacitado de los hombres; y con Watson como cronista, una última vez. Conan Doyle cerró con maestría una obra cumbre de la literatura universal, a la que él no concedía mucho valor, pero que habría de marcar a todas las generaciones venideras.

Sin embargo, la historia de Holmes no acabó como él esperaba. La reacción del público ante «El problema final» fue rabiosa, con muestras de enfado que llegaron a amenazas de muerte, crespones negros como señal de luto o manifestaciones en Baker Street. Otros escritores aprovecharon la renuncia de Conan Doyle para vender sus propios pastiches de Holmes, que se hicieron muy populares. Los editores, por su parte, intentaron por todos los medios que el escritor recapacitara y en 1901 publicó, también en The Strand Magazine, «El sabueso de los Baskerville», considerada una de las obras más brillantes de toda la carrera de Holmes, pero que no deshacía el embrollo de «El problema final», ya que se situaba en el pasado del personaje.

Finalmente, y a consecuencia de las enormes presiones que estaba recibiendo por parte de lectores y editores, Conan Doyle escribió en 1903 «La aventura de la casa deshabitada», el relato de la vuelta a la vida de Holmes. En esta historia, situada en 1894 —tres años después de su supuesta muerte—, el detective reaparecía en Londres y se juntaba de nuevo con su viejo amigo, para solucionar un caso hasta entonces irresoluble. Desde ese momento, la pareja seguiría junta unos cuantos años más, hasta que se retiraran por completo durante la Gran Guerra.

«La aventura de la casa deshabitada».
Ilustración de Sidney Paget.

La muerte de Sherlock Holmes fue uno de los episodios más curiosos de la historia de la literatura, con un escritor que no daba a su obra la importancia que tenía y unos lectores que ansiaban más entregas, hasta que la fuerza de sus protestas consiguió vencer incluso al cerebro privilegiado del profesor Moriarty y franquear el abismo de la muerte. En este caso, el abismo de Reichenbach.

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