Reseñas aventureras: «El perro», de Alberto Vázquez–Figueroa

Hay escritores cuyo nombre ya supone una garantía de calidad. Puedes adentrarte en cualquiera de las más de setenta novelas de Agatha Christie, las más de ochenta de Emilio Salgari o las alrededor de cuarenta de Arturo Pérez–Reverte con la tranquilidad de que no te van a fallar, pues incluso sus obras menores son excelentes.

Así ocurre con Alberto Vázquez–Figueroa, veterano autor de origen canario, especializado en novelas de aventuras. Periodista e inventor, ha recorrido todo el planeta y ha conocido la bondad más inmensa y la maldad más pura de las que es capaz el género humano. Su madre era la hija del farero de la isla de Lesbos, mientras que su padre fue un arquitecto socialista represaliado por el franquismo. Por esto último, pasó su infancia en el Sahara español, donde descubrió las novelas de aventuras. Se confiesa gran admirador de Joseph Conrad y Jules Verne, de los que aprendió el poder de la literatura para mostrar al lector los rincones más insospechados del mundo. Ha sido profesor de submarinismo, rescatador subacuático y amigo de Jacques Cousteau. Dio la vuelta al mundo en barco, trabajó como corresponsal de guerra en los lugares más conflictivos que pueda uno imaginar y presentó programas de televisión. Pero su labor más intensa, y por la que pasará a la historia, es la de novelista, donde ya ha publicado más de cien obras —y sigue en activo—.

Su especialidad son las novelas de aventuras en lugares exóticos, esas narraciones intensas que no eres capaz de soltar hasta la última página. Su manera de escribir gusta tanto y se ha vuelto tan célebre que ha sido traducido a numerosos idiomas y también adaptado al cine —a veces por su propia mano, en labores de guionista o director—. El desierto del Sahara, Arabia o la América de la conquista son algunos de sus territorios favoritos, en los que demuestra un dominio absoluto de cada región y de los trucos del buen escritor, que engancha al lector sin ofrecerle trucos de mago barato.

Hace años que tengo un propósito para cada verano: aprovechar los días de playa para leer un Salgari, un Pérez–Reverte y un Vázquez–Figueroa. Son los libros perfectos para ese momento de toalla y arena, la evasión completa, el aislamiento de los problemas del mundo. Pues bien, uno de esos tres ya ha caído.

Este año he leído «El perro», una de las obras menos conocidas de Vázquez–Figueroa, y que sin embargo es tan deliciosa como todas las demás.

La sinopsis ya es bastante demostrativa de lo que te puedes encontrar en sus páginas:

«En un penal de América Central, un preso político y un perro se observan fascinados el uno por el otro. Cuando el preso se evade tras herir mortalmente al guardián, el animal, condicionado por su amo antes de morir, se lanza en su persecución. Los dos adversarios se enfrentan en una lucha atroz e infatigable y, a medida que transcurren las semanas, se establece entre ellos una extraña complicidad, hecha de sentimientos tan opuestos como el odio y la autoestima».

Esta novela es una auténtica delicia. Expone de manera brutal los actos de represión que han tenido lugar en tantas dictaduras del mundo —lo que la vuelve tan universal que el autor ni siquiera pone nombre al país en el que transcurren los hechos—, pero además habla sobre las pequeñas revoluciones que ocurren en el interior de todos nosotros, sobre la búsqueda de la justicia social, los sueños utópicos de la adolescencia y el horror que pueden llegar a desencadenar algunos humanos. Habla sobre el mal en todas sus formas y cómo a veces los seres más inocentes pueden volverse colaboradores de ello. En este sentido, el perro —que tampoco recibe más nombre que Perro, en mayúscula, como una idealización de todos los perros de la historia— se convierte en el símbolo de esa transformación que realiza en nosotros la maldad, de cómo un régimen que venera la crueldad sobre otros seres puede sacar lo peor que llevamos dentro. El Hombre y el Perro se enfrentan en un duelo que se extiende a través de la mitad de Centroamérica y se prolonga durante varios meses, en una lucha a muerte que representa el clásico enfrentamiento entre el Bien y el Mal, pero esta vez con dos protagonistas que eran buenos en un principio, y a los que el horror cambió para siempre. Ellos han visto el lado luminoso y oscuro de la existencia, y en su guerra —guerra interna y guerra contra el otro, al mismo tiempo— se pone en juicio quién puede ganar, en último término. Si toda alma puede tener derecho a la redención, después de todo.

Y como ocurre siempre con este autor, el final es sublime, a la altura incluso de «Tuareg», su mejor obra y la más conocida. Un solo día de playa me ha durado, pero ha sido uno de los mejores días de mi vida. O por lo menos de los más intensos.

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