¿Es James Bond un personaje pulp o un superhéroe?

Este otoño se ha estrenado la última película de Daniel Craig como 007, Sin tiempo para morir, que cierra su etapa y la del personaje en una cinta espectacular de acción, venganza y restitución. La historia, curiosamente, recuerda bastante a Solo se vive dos veces, una de las despedidas del Bond literario y también del actor Sean Connery, y de paso plantea uno de los grandes dilemas de la franquicia: ¿hasta qué punto James Bond debe evolucionar / adaptarse / envejecer / formar una familia?

Hoy voy a hablar sobre un tema complejo del que ha habido distintas versiones a lo largo de la historia —y que seguramente te destripará la película si no la has visto aún—.

James Bond debutó en la novela de 1953 Casino Royale, una historia de espías, sadismo y un trasfondo romántico que su creador, Ian Fleming, basó en sus propias experiencias como agente secreto, pero también en las revistas pulp de entretenimiento de los años 30 y 40. De hecho, la mayoría de tópicos de esas narraciones están presentes en las novelas de Bond: un héroe de acción de moral inquebrantable, una serie de mujeres hermosas que caen rendidas a sus pies, un jefe sobrio, comunistas, sociedades secretas, villanos orientales, matones deformes, fortalezas inexpugnables y planes rocambolescos de los que el protagonista sale siempre airoso. Las motivaciones de Bond resultan sencillas: él defiende a su patria por encima de todo y no importan los métodos que emplee o los riesgos que asuma. Cualquier cosa es aceptable para M, responsable del Servicio Secreto británico, mientras su principal agente logre terminar con la amenaza de turno. Y esta, casi siempre, se plantea de un modo surrealista que en nada se parece a la vida de los auténticos espías: misiles nucleares, bases ocultas en islas remotas, jardines venenosos, fieras amaestradas y otros peligros igual de poco creíbles.

En efecto, las tramas de las novelas de Bond tienen más que ver con las de Fu Manchú o Doc Savage que con verdaderas historias de espionaje. Fleming había actuado como agente de la Inteligencia Naval durante la guerra y conocía muchos de los secretos de esa forma de vida. Pero luego, a la hora de plasmarlos en el papel, decidió vestir a su héroe de una imagen frívola, seductora y amante de los lujos caros. Bond es un experto en comida refinada, tabaco exclusivo, destinos exóticos y amores fugaces, de manera que nunca se implica demasiado tiempo en una relación. Él solo se debe a su Gobierno y a las misiones que le encarga M, sin que ninguna mujer pueda apartarlo de sus obligaciones. Bond entiende el amor como un lujo más, una parte de su disfraz de vividor que le permite ocultar sus verdaderas ocupaciones. Un esmoquin caro y una mujer atractiva de su brazo para que nadie se fije en la pistola que lleva oculta bajo la axila.

Pero, como también ocurría con muchos personajes pulp, Bond fue evolucionando con el paso de las novelas. Una vez que Fleming pudo contar con una base de lectores fieles que seguían sus historias —incluido el presidente John F. Kennedy—, empezó a desarrollar las que más le gustaban. En 1963 apareció Al Servicio Secreto de Su Majestad, la gran novela del antagonismo entre Bond y su archivillano definitivo, Ernst Stavro Blofeld, líder de SPECTRE, una organización criminal independiente que chantajea Gobiernos y pone en marcha operaciones de masacre en cualquier punto del globo. Esta red clandestina opera desde una base secreta en Suiza que Bond se encarga de destruir en esta historia, pero en el proceso conoce a la bellísima Contessa Teresa di Vicenzo, antes Teresa Draco, hija de Marc–Ange Draco, líder del sindicato del crimen conocido como la Unión Corsa. Ambos se enamoran perdidamente y se casan al final de la novela, solo para que Blofeld aparezca de repente y la asesine delante de Bond.

La serie cambia por completo desde ese instante trágico. El agente secreto deja de ser infalible, consumido por la culpa, el alcohol y el tabaco. Bond inicia una fase autodestructiva en la que ya no le importa cumplir o no sus misiones y eso lo hace vulnerable a sus enemigos.

En Solo se vive dos veces, el enfrentamiento con Blofeld llega a su final, pero Bond acaba amnésico y retirado como un simple pescador japonés, solo para reaparecer como asesino soviético en El hombre de la pistola de oro. Casi un año después del desenlace en Japón, la KGB ha logrado confundir su mente hasta el punto de que Bond intente asesinar a M. Desde ahí, su situación se vuelve conflictiva. Hundido por sus muchas adicciones y su pésimo estado de salud, el Servicio Secreto ya no confía en él, pero M decide encargarle una misión sencilla: terminar con la vida del pistolero Francisco Scaramanga, un asesino cubano a quien se achacan las eliminaciones de numerosos agentes británicos.

Ian Fleming murió en 1964 debido a un ataque al corazón. No había terminado esta última novela, de modo que nunca sabremos lo que pretendía hacer con el personaje. Sin embargo, el camino que había tomado no presagiaba nada halagüeño para Bond, consumido por su estilo de vida y cada vez más molesto para el Gobierno. Había dejado un hijo en Japón y una esposa fallecida en Europa, además de un compañero en la CIA y unas cuantas amantes desperdigadas por el mundo.

Igual que ocurría con otros personajes de características similares, como Tarzán o Conan, Bond envejecía de una historia a otra, sufría achaques, se casaba o tenía descendencia —que en ocasiones continuaba la historia donde la había dejado su padre—.

Todo lo contrario de lo que hacían los superhéroes, que siempre contaban la misma historia de distinta manera. Desde la aparición de Superman en 1938, la manera de narrar cambió un poco, quizá porque estaba destinado a un público infantil. A pesar de que el Hombre de Acero posee muchos de esos elementos clásicos del pulp —villanos maquiavélicos, fortalezas ocultas y hermosas damiselas en apuros—, no existen en sus cómics el marcado componente erótico de Flash Gordon o Tarzán ni la complejidad en la evolución de los personajes. Superman pasó más o menos hasta 1986, con la llegada de John Byrne, sin cambiar prácticamente nada. El héroe era el mismo, sus secundarios también, y ni la relación amorosa con Lois Lane ni el enfrentamiento con Lex Luthor variaron apreciablemente hasta épocas modernas.

Algo de eso heredó el cine. El Bond de las películas es siempre el mismo, aunque lo encarnen personas distintas. Su chulería, su glamour y su compromiso con la patria no varían de una cinta a otra, y los tópicos se vuelven inamovibles. El martini seco con vodka, el arma, los trucos en el reloj o los ligues fáciles terminan por ahogar la esencia del personaje, al que nunca se le ha permitido crecer, no fuera a ser que perdiera seguidores. Pero, en el fondo, ¿eso no es tratarlos como niños pequeños, igual que hacían con Superman? ¿Un espectador del presente no es capaz de comprender que un héroe sufra, pierda y se deje ahogar por sus vicios, cuando sí lo entendía un lector de los años 60?

En 2006 se estrenó Casino Royale, la primera película de Bond protagonizada por Daniel Craig, un actor que aportó al personaje un registro más físico, burlón y comprometido emocionalmente. Por primera vez, Bond amaba y perdía sinceramente, tal y como Fleming había escrito en la novela original. A partir de ahí, sus interpretaciones fueron cada vez más oscuras: del sufrimiento interno se pasó al externo, a los achaques, la vejez y la obsolescencia. La reconversión del Servicio Secreto ponía en duda que siguieran haciendo falta esos viejos agentes con licencia para matar, de la misma forma que la Guerra Fría había pillado en desventaja a un personaje salido de la Segunda Guerra Mundial. Su final ha sido el mismo: alcohol, soledad y amargura. Las viejas pistolas ya no tienen dónde meterse cuando dejan de ser necesarias.

La tristeza en los ojos perdidos de Daniel Craig encarnan mejor que nadie el duro final de los agentes secretos desde el momento en que nadie se acuerda de ellos.

Ahora llega Sin tiempo para morir, que habla del retiro a tiempo, los amores desperdiciados, la vejez y el legado. Habla sobre la posibilidad de formar una familia y abandonar ese desastre de vida. Y, al mismo tiempo, vuelven los gritos en redes sociales, clamando que «este no es James Bond».

Pero ¿es que Bond no tiene derecho a evolucionar? ¿Es un personaje pulp o un superhéroe?

Tal vez el Bond de Daniel Craig no sea el mismo de Roger Moore o Sean Connery, pero es el suyo propio, y quizá, solo quizá, sea más bien el de Ian Fleming.

Y esas sí que son palabras mayores.

Más agentes secretos, licencias para matar y vicios inconfesables en este enlace.