Hoy se celebra el Día de las Librerías, y parece mentira que haya que reivindicar algo así. Las librerías y las bibliotecas son las que me han hecho como soy —bueno, también los amores y los desengaños, pero ésos se festejan otro día—. Ha sido por su culpa que he llegado a este punto, culpa de Salgari, Verne, Fleming, Howard, Clarke, Ende, Vázquez Figueroa, Pérez Reverte, Burroughs, Moore, Busiek, Byrne, Kirby, Miller… Culpa de Sandokan, Parker, Conan, Bond, Aronnax, Superman, Aquiles, Tarzán, Marlowe, Joncour, Novecento, Jack y la doctora Madeleine, Caroline y su amor por Giacometti, Long John Silver, el Principito…
¿Qué habría sido de mí sin libros? ¿En qué clase de persona gris, estúpida y anodina me habría convertido?
Nunca habría soñado. Y nunca habría pensado que esos sueños podrían hacerse realidad. Aunque nunca sea cierto, pero siempre estarán ahí, a bordo de un submarino decimonónico, de un barco corsario, de una nave con ordenador asesino, de un reloj de cuco insertado en el pecho.
Gracias a los libros siempre seguiré en movimiento, siempre estaré dispuesto a cruzar el mundo en busca de nuevos huevos de gusano que den la seda más hermosa del mundo, siempre respetaré las tradiciones del desierto, porque es lo único que te permite seguir vivo.
Los auténticos sueños sólo crecen en las librerías, es donde encuentran la tierra fértil que les permite enraizar, y sobre sus hojas volamos a nuevos mundos más allá de las nubes, como si crecieran a partir de habichuelas mágicas. Y es posible que así sea.
O al menos, ¿qué mal hacemos creyendo que es así?
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