Documentándome: La takouba, la espada tradicional de los pueblos bereberes

Como ya dije en anteriores artículos de esta serie, tengo una novela que saldrá publicada en primavera, de la que hablaba en esta entrada. Se trata de una historia de aventuras situada en el desierto de Zerzura, que es una interpretación ficticia del Sahara y de algunas de sus tradiciones.

Justamente por eso, llevo tiempo investigando acerca de los pueblos bereberes, sus costumbres y su evolución a través del tiempo. Toda mi pasión por ellos nació de la lectura hace años de una novela muy particular: Luna Roja y Tiempo Cálido, de Herbert Kaufmann. Encontré este libro maravilloso en una tienda de segunda mano, en su edición de 1989, y me quedé embrujado por sus retratos de nobles guerreros del desierto, hermosas princesas enamoradas y soñadores que cantan de poblado en poblado por unas monedas.

Entonces decidí que quería escribir sobre el Sahara.

Con frecuencia se dice que no quedan lugares por descubrir en todo el mundo, que los avances en cartografía y la tecnología de satélites artificiales han hecho desaparecer aquellas manchas borrosas en los mapas. Ya no hay islas desconocidas ni rutas por trazar. Por eso me atraía especialmente el desierto, que también está descubierto, pero sigue siendo un reto para la supervivencia del ser humano. Ya no existen las viejas rutas de las caravanas ni el contrabando de manuscritos, oro, marfil y esclavos negros, que atravesaban todo el continente. Pero la necesidad desesperada de agua y también de alimento marcan todavía la supervivencia en un lugar hostil, aunque en la actualidad existan otros recursos naturales igualmente codiciados en África, como el petróleo, el gas, los diamantes o el coltán. Y es a partir de ellos de los que se organizan las modernas rutas comerciales, la mayoría de ellas a través del mercado negro.

Pero esa será historia para otro día. Me interesaba mucho más el pasado del Sahara, ese tiempo en el que poderosos caballeros recorrían las arenas a lomos de altos dromedarios, adornados ambos con colores brillantes y campanitas que tintineaban a cada paso. Jinetes cubiertos con turbante y velo, protegidos del calor con albornoz y capa que fluía a su alrededor. Hombres y mujeres devotos de Alá, fieles a una tradición que establecía sus leyes por encima incluso de los dioses. Su honor familiar, su adhesión a la tribu y el deber de la hospitalidad en cualquier situación marcaban que hicieran gala de su nombre. Nadie podía poner en duda su honor y salir indemne. La calidez del recibimiento a un invitado podría transformarse en ferocidad si este los insultaba.

Los nómadas eran guerreros temibles, que con frecuencia protagonizaban asaltos a ciudades amuralladas o a largas caravanas de mercaderes. Saqueaban todo lo que podían, se hacían con prisioneros para luego venderlos como esclavos y se apropiaban de las armas. Si lograban capturar a alguien importante, además cabía la posibilidad de que obtuvieran un rescate, del mismo modo que hacían los corsarios berberiscos en el Mediterráneo.

Los pueblos del Sahara son de origen amazigh, a los que los europeos conocemos como bereberes. Por sus tierras han pasado egipcios, fenicios, romanos y sobre todo árabes. Las expediciones de estos últimos comenzaron en el siglo VII de nuestra era y llevaron consigo la lengua, la religión y la ciencia que existía en Arabia. A través de una larga colonización que se prolongó durante siglos, el norte de África se fue arabizando, aunque en gran medida conservaron algunas de sus creencias antiguas. Alá se mezcló con los dioses egipcios, romanos o fenicios, y también con el animismo más primitivo.

Esta colonización no resultó sencilla, ya que los árabes eran guerreros tan decididos como los amazigh. Las incursiones de unos y otros fueron cambiando las fronteras, integrándolos y alternando la balanza del poder.

Las armas clásicas del desierto eran la lanza, la daga y la espada takouba. También se hicieron famosas las espingardas, los temidos fusiles de los nómadas. Y muchos guerreros se protegían con escudos redondos de madera recubiertos de piel de dromedario.

La espada constituía el arma legendaria entre las tribus. De aproximadamente un metro de longitud, con hoja de hierro recta, doble filo y punta aguda, valía tanto para cortar como para pinchar. Su empuñadura podía llegar a ser una auténtica joya y, en función de quien la fuera a empuñar, podía contar con mango de plata e incrustaciones de piedras preciosas. La vaina se convertía también en símbolo de poder y riqueza. Desde las más bastas, de piel de dromedario, pasaban a auténticos tesoros de oro, plata y joyas, tan valiosas como la propia arma.

La espada takouba se heredaba de padres a hijos y se convertía en orgullo de una familia y de una tribu. A su alrededor se formaban leyendas y las más importantes tenían nombre propio. Por la posesión de una espada se declaraban guerras, igual que por un pozo de agua o un camino. La takouba era el alma del jinete y la de todos sus antepasados, cuyas manos la empuñaron en algún momento y dejaron allí algo de sí mismos. Que cayera en poder de un enemigo equivalía a caer en la deshonra, por haber deshonrado a la familia.

Sin embargo, no todos los nómadas podían utilizar una takouba.

Como en toda sociedad medieval, existían tres clases sociales en el desierto: los nobles o ilelán, que se dedicaban tan solo a cazar para dar de comer a la tribu y a cantar canciones de gestas heroicas; los vasallos o imrán, que debían trabajar la comida que habían traído los nobles; y finalmente los esclavos o iklán, casi siempre de origen negro, y que se ocupaban de las tareas que no quería nadie más. Su principal misión consistía en el cuidado de los animales, pues la riqueza de la tribu descansaba en el número de dromedarios y cabras que pudiera tener.

Pues bien, tan solo los nobles podían empuñar una espada takouba, ya que confería la dignidad de su casta. Era su distinción natural, su manera de elevarse por encima de los otros.

Hoy en día las espadas takouba se han convertido en objetos de coleccionista y por ellas pueden llegar a pagarse precios muy altos. Su posesión, una vez más, es motivo de orgullo y una muestra de cómo aquellos antiguos linajes se continúan ahora en los nuestros. Los bereberes vinieron a España en el siglo VIII de nuestra era y trajeron consigo su ciencia, su saber y también sus espadas. Hoy todos llevaremos algún gen de aquellos pueblos y por eso estas espadas forman una lazo con nuestra propia herencia, a través de los tiempos.

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