Estoy preparando una nueva novela.
Después de tantas satisfacciones como me ha dado «La reina demonio del río Isis», toca ponerse otra vez a trabajar, coger la pluma de ave y el tintero, preparar una buena cantidad de hojas y lanzarse al abismo de la escritura. Bueno, y a veces también escribo en el móvil, que conste, que la tinta ensucia mucho y las manchas se limpian fatal.
Ya hay una nueva novela de aventuras gestándose en mi cabeza, y va a tratar sobre un tema apasionante: los restos físicos y culturales que dejaron, en el norte de África, las civilizaciones egipcia, griega y romana; y cómo aquellos pueblos nómadas se defendieron de una nueva colonización, el islam.
Por supuesto, tendrá lugar en Nilidia, la Joya del Mediterráneo, esa compleja nación (supuestamente) ubicada en el reducido espacio que determinan Túnez y Argelia al oeste, Libia al este y Níger al sur.
Pero claro, para llegar a eso antes hay que investigar mucho. Meses con la nariz metida en documentos antiquísimos, en bibliotecas prohibidas dentro de monasterios que la ciencia considera desaparecidos y, a veces, también un poco de Wikipedia. Que la aventura tampoco tiene por qué ser tan imaginativa.
Y uno de los episodios más interesantes de lo que he investigado es la existencia de las sibilas.
La civilización grecorromana vivía bajo los caprichos de los dioses. Zeus, Apolo o Dionisos podían enfadarse en cualquier momento y arrasar una aldea, raptar a gente de su hogar u obligar a una nación a que le declarara la guerra a otra. Su carácter era colérico, y solían pagar su frustración con los débiles humanos. Ante eso, ¿qué podían esperar éstos de la vida? ¿Cómo hacer planes a largo plazo —tener un hijo, vender un ternero o plantar un campo— si de repente podía venir un dios cabreado y acabar con ellos?
Entonces aparecieron las sibilas.
La Real Academia Española define «sibila» como «mujer sabia a quien los antiguos atribuyeron espíritu profético». En efecto, estas damas de la Antigüedad poseían la capacidad de predecir el futuro por un módico precio, lo que daba algo de tranquilidad a los hombres de los ejemplos anteriores: el que deseaba ser padre, el dueño del ternero recién nacido y el que aguardaba en su campo con las semillas en la mano, mirando nervioso al cielo por si venían los dioses a por él. Y encima las sibilas estaban iluminadas por el dios del santuario en que estaban ubicadas (con más frecuencia Apolo), por lo que su exactitud estaba garantizada. Claro, que a veces los dioses también tenían sus propios intereses partidistas, y hacían creer a cierto humano que iba a triunfar en una batalla cuando no era cierto, o se dedicaban a jugar con él moviéndolo por medio mundo. Es bien sabido que la guerra de Troya y el posterior periplo de Ulises hasta poder regresar a Ítaca provinieron del enfrentamiento entre diversos dioses, cada cual defendiendo a los héroes de su bando, hasta que se resolvió la contienda.
Así pues, las sibilas podían ver lo que iba a ocurrir y explicarlo. Otra cosa diferente es que esas explicaciones fueran muy claras, porque generalmente se valían de términos vagos y expresiones equívocas para que cada persona interpretara lo que quería que ocurriera.
Y luego había las sibilas a las que nadie daba crédito, como Casandra, hija de los reyes de Troya, que por sus amoríos con el dios Apolo obtuvo el don de la adivinación, pero por rechazarlo fue condenada a que nadie creyera lo que decía, como ocurrió con el asunto del caballo de Troya. Ella adivinó lo que iba a pasar y les dijo a todos que la ciudad estaba condenada, pero la tomaron por loca y se llevaron para casa ese caballo tan bonito que habían encontrado en la playa, que seguro que se lo habían dejado olvidado Agamenón y los suyos…
Otra muy célebre era la sibila del oasis de Siwa, en el desierto de Libia, que nombró a Alejandro Magno digno faraón de Egipto. De esta manera legitimó su ascenso al trono egipcio, tras la fundación de la ciudad de Alejandría, y evitó que hubiera guerra.
Lo curioso de la vida de estas mujeres es que se debían por completo a su misión adivinatoria, que realizaban en trance. Incluso muchas no tenían nombre, sólo el del lugar donde realizaban sus profecías, casi siempre grutas. Tal era la relación que mantenían con aquellos emplazamientos mágicos que su poder permanecía allí cuando ellas ya habían muerto, bien en forma de viento que aún llevaba sus palabras a los oídos de los hombres, o como plantas de capacidades sobrenaturales que crecían en torno a la gruta.
El cristianismo copió después este concepto y lo incorporó a su propia mitología, incluyendo profetisas entre aquéllos que habían anunciado la llegada de Cristo. Las diez principales sibilas del mundo antiguo fueron representadas por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Y sin embargo, el mito de la sibila es realmente anterior a la civilización grecorromana, a la que se extendió desde Asia y África.
Así pues, la figura de la sibila representa el mundo clásico, pero no tenía nombre propio ni personalidad.
¿Qué historia se podría sacar de ahí?
Más documentación, dioses coléricos, bibliotecas perdidas y grutas con hierba mágica en este enlace.
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